viernes, 2 de marzo de 2012

De Najayo a Florián y otras minucias


Sólo él podía hacerlo. Su mirada, la forma en que lloraba, el dejo de su voz vencida o triunfal y hasta las maneras despiadadas en que se hacía del mundo... viéndolo, no hay manera de salir inmutable.

La conexión es tan fuerte que a veces da, incluso, rabia. No llega a ser del todo cómodo ver cómo uno se siente cada vez más cerca de ese hombre que encarna todo lo que es un hijo de puta pero que, al mismo tiempo, se presenta como si dentro de sí hubiese una persona. El mal con su lado amable, si es que realmente lo hay...

Así vemos a un Rolando Florián Feliz que dista mucho, por instantes, de ese narcotraficante despreciable que veíamos durante el juicio que se le siguió en el Palacio de Justicia de Ciudad Nueva, donde dejó una estela de recuerdos imperecederos.

Pero Manny Pérez es así. De tan actor, tan persona y tan él, es capaz de vendernos a quien se proponga. Y esta vez se propuso hacer de la vida de Florián un espectáculo que toca todas las fibras de quien decide ir a conocer "El rey de Najayo", una película en la que no sabemos cuánto hay de verdad y cuánto de ficción.

Pese a los sentimientos encontrados, que salen a flote desde que inicia la película y se ve cómo fue la última noche de Florián en Najayo, bien vale la pena descubrir detalles de la vida de quien en la pantalla se llama Julián López y dista bastante (físicamente) de aquel Florián que veíamos siempre.

La historia sobrecoge desde el primer momento. Las escenas en la cárcel están muy bien logradas y son tan fuertes que a partir de ese momento no hay forma de quedarse tranquilo en el asiento.

Son los recuerdos de Julián, herido de muerte, los que nos llevan a través de la vida del narcotraficante. Muchos de esos recuerdos pertenecen a Florián. También esa personalidad recia que muestra Manny Pérez, quien parecería haberse metido en la piel del propio Florián para interpretar lo que fue.

Tanta es la fuerza de Manny Pérez que salva los momentos lúgubres de la cinta. Por ejemplo, los diálogos pasados de cursilería y sin nada de emoción que pronuncia Luz García en su personaje de Laura, una mujer que no transmite absolutamente nada durante la película. Pérdida de tiempo, sin más.

Así como cansa Laura (que no debió existir o debió ser una estrella fugaz que apenas cruzara por el set) aburre también una escena eterna que tiene lugar en Barahona y da pie a toda la historia: dos pescadores encuentran droga y deciden qué hacer con ella. La conversación, a pesar de que busca mostrar la integridad del padre de Julián, debió ser dos o tres veces más corta.

A pesar de ello, bien vale la pena ir a ver este film. Ver gente como Juan María Almonte, de quien se habla poco a pesar de que siempre ha sido un buen actor, es un verdadero placer. También descubrir que, quizás porque el papel que representa se le parece demasiado, Sergio Carlo sorprende mostrándose en la pantalla (prejuicios incluidos, sí, lo siento).

Pero si alguien que vale cada segundo, amén del Rey, es Vladimir Acevedo, quien encarna a Rufino, que es la mano derecha de Julián en el negocio. Un muchacho con futuro en la actuación, sin lugar a dudas. También me encantó, aunque para muchos resulte sobre actuada, Laura Gartcía Godoy, que da vida a La Flaca, la sicario que ajusta todas las cuentas de Julián. Cualquier parecido con la de Florián no es mera coincidencia.

De contarles más quizás digo demasiado. Sólo resta aplaudir. Esta película es una gran esperanza. Y es que, con ella, confirmamos que en la República Dominicana se puede hacer cine. Sólo con eso estamos pagados.

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