No puedo decir si lo que sentía era un exceso de cobardía
ante los retos de la vida o me sacudía la incapacidad de gestionar el dolor. De
cualquier manera quise, en varias ocasiones, genuinamente morir. Incapaz de
hacerlo con mis propias manos, acaso porque me faltaba valentía o porque en el
fondo algo de mí quería vivir, me dormía llorando mientras le pedía a Dios que
me llevara con él. Tenía la certeza de que si yo no existía todo estaría mucho
mejor.
Él nunca me llevó (obvio). Los ateos dirán que era imposible
porque no existe pero los creyentes, con un dejo de compasión y consuelo,
asegurarán que él tenía mejores planes para mí. De una u otra forma, sin
embargo y por fortuna, sigo aquí y tengo más deseos que nunca de vivir.
Muchos podrían no entender el porqué de estas líneas pero
hoy, que es el Día Mundial para la Prevención del Suicidio, es el momento
perfecto para hacerlo: mi testimonio, tal vez, pueda ayudar a alguien más.
Con el corazón en la mano, a pesar de que puedo causarle
dolor a mi familia, quiero hablarles de algunos de mis momentos más tristes,
esos que me llevaron a sentir que mi vida no valía la pena y que estaba de más
en el mundo (a pesar de que no era así pero yo no era capaz de verlo en ese
momento).
La tristeza fue el sentimiento que más me acompañó mientras
crecía. A pesar de que había días y momentos felices, siempre hubo mucha oscuridad
y dolor. Nunca lo decía, temía incluso expresar lo que sentía, y me acostumbré
a guardar los sentimientos en un cajón.
Soy hija de un muy mal divorcio. No entraré en esos detalles
-por respeto a mis padres- pero tengo que mencionarlo porque esa herida fue lo
que provocó muchísimos desencuentros emocionales que no fui capaz de gestionar
hasta hace poco (después que decidí ir, por segunda vez, a terapia).
Aunque quise irme bastantes veces cuando era niña, ese
sentimiento empezó a ser mucho más fuerte en los años de adolescencia. Eso se
tradujo en una enorme rebeldía que me acompañó durante muchísimos años y me
generó más de un problema posteriormente (cuando hay rebeldía, señores, algo
pasa por dentro).
En una ocasión, ya al borde de la desesperación, estuve al
punto de tomarme un frasco completo de pastillas psiquiátricas pero mi hermana
llegó en ese momento y no me dejó. Era adolescente, por aquel entonces, y no
volví a intentarlo más: asumí que me tocaba vivir.
En el 2010, sin embargo, yo sufría por un amor muy mal
entendido. Sin él no quería vivir porque él era mi mundo. Entonces una noche,
mientras manejaba de regreso a mi casa, vi que se acercan los faroles de un
carro cuando me disponía a cruzar una calle. En ese instante no tenía la
certeza de si podría cruzar o sería impactada por el otro automóvil.
Por un segundo dudé. Pero no frené. Seguí, cerrando los
ojos, y esperé que pasara lo que tuviera que pasar. El impacto fue brutal. El
otro vehículo me chocó en la puerta delantera del conductor, el carro giró y se
empotró en una pared. El golpe fue tan fuerte que pensé que me había partido en
dos: un dolor seco sacudió mi cuerpo pero, al salir del carro, me di cuenta que
solo estaba golpeada y tenía varios cortes en la cara y en los brazos pero
ninguno merecía sutura.
En la clínica me hicieron radiografías y concluyeron que no
había fracturas, así que unas horas después pude marcharme. Al final
simplemente me quedé con una infinidad de moretores que duraron semanas
cambiando de color pero estaba más viva y jodida que antes del choque: mi carro
ya no tenía seguro full porque lo iba a vender, así que lo vendí a precio de
chatarra.
En ese momento no fui consciente de que había atentado
contra mi vida. Reparé en ello cinco años después porque, tras bastantes
conspiraciones emocionales contra mí misma, decidí ir a terapia por primera
vez. Sin desván, quitándole la magia al cliché, la consulta me obligó a
enfrentar mis demonios y unos meses después terminé huyendo despavorida.
El último día que fui a la consulta choqué de nuevo. A
diferencia de cinco años atrás, esta vez no fue adrede: estaba tan mal, llorando a lágrima viva y
conmocionada, que ni siquiera vi el vehículo al que impacté. Esa noche fue una
de las más duras que he vivido: estaba en shock, nerviosa y con la culpa de
haberle fastidiado la parte trasera del carro a una familia.
A partir de ese momento, por no volver a enfrentarme a la
terapia, quise pensar que estaba bien no estar bien. Que podría vivir sin
problemas si empezaba a ver la vida de otra manera. Las sesiones con mi abuela,
que sin serlo es la mejor loquera que he conocido, me enseñaron que la vida es
alegría, que nada vale más que nuestra vida y, sobre todas las cosas, que no
vale la pena amargarse por nada: la vida es muy corta para no ser felices.
A mi abuela nunca le hablé de todas las veces que quise
morir. Ella sabe que estuve mal, se lo dije en algunas ocasiones, pero nunca le
conté hasta qué punto llegaba mi dolor. Ella, sin saberlo, me
sostuvo muchas veces: sus palabras fueron mi sostén y su amor infinito me
retuvo aquí. Ella me enseñó, como nadie, a vivir.
Hoy estoy muy bien pero, debo confesarlo, es porque el año
pasado volví a terapia. Aún no me dan de alta pero estoy muchísimo mejor. Tanto
que no me da vergüenza reconocer que también quise morir. Lamento no haber
buscado ayuda antes porque, de haberlo hecho, me habría ahorrado mucho dolor.
De cualquier manera, nunca es tarde para aprender a vivir y a bailar. ¡La vida
es un gran baile, bailemos sin dolor y sin complejos!
P.D. La foto es de la Navidad del 2014, antes de ir a terapia por segunda vez (sí, la risa puede engañar). Esta es la tercera vez que voy.