martes, 14 de septiembre de 2021

A mis queridas almas rotas

Si sientes que tu alma está rota, que algo de ti no está bien y que un vacío insoldable se apodera de tu existencia cada tanto, estas palabras son para ti. Quiero que las leas como si te miraras en el espejo y que mires en mí lo que hoy ves en ti: yo también estuve así.

Te hablo de esta manera porque, aunque no me has hablado, otras personas que están o estuvieron como tú y como yo se han acercado para escribirme en silencio. Me han comentado que, al igual que me pasó, sintieron que su vida no valía nada y que estaban de más.

Hoy tengo que decirte, cariño, que te equivocas. Contrario a lo que crees o sientes, no es cierto que el mundo girará igual si tú no estás. ¡Destierra ese pensamiento de que todos seguirán viviendo, incluso mejor, si tú te vas!

Sé muy bien que crees que eres un estorbo, que limitas la vida de otros y que fulanito o perenceja va a estar mil veces mejor si dejas de existir. ¿Sabes qué? No es cierto. Si es alguien muy cercano sufrirá con tu muerte y si no lo es le dará igual (tienes razón). Pero, ¿vale la pena morir por alguien más? Nadie, óyeme bien (bueno, léeme), vale más que tú. 

Tampoco existe alguna razón que justifique tu muerte. No importa si tienes trabajo, si lo has perdido, si no puedes pagar las cuentas o si dependes de otros económicamente: siempre hay una salida a los problemas, por más lejos que se vea en estos momentos la solución. 

Nunca olvides que no estás sola (o solo). Habla (te lo dice alguien que se pasó la vida callando) con quienes tienes cerca y, si se te hace imposible hacerlo, busca ayuda profesional. Hay lugares donde  pueden darte soporte (el Instituto de Salud Mental y Telepsicología (ISAMT) tiene la Línea Vivir 809-779-2124 las 24 horas del día, por ejemplo).

Aunque hoy veas el futuro como un estanque de arena movediza en el que te vas a ahogar, te aseguro no tiene por qué ser así: hay una escalerita, en uno de los lados, que te permitirá salir de ahí. A mí me costó muchos años encontrarla porque me escondí de mis demonios y, en lugar de enfrentarlos, permití que ellos jugaran conmigo. ¡No te imaginas lo bien que se siente salir de ahí!

Estas líneas son una invitación a reencontrarte y surgen por los mensajes que me escribieron a raíz de mi último post, ese en el que confesé abiertamente que yo también quise morir. ¡Nunca imaginé que gente que veía riendo, igual que yo, llevaba la misma procesión! Si tú eres una de esas personas, te ofrezco mi mano para mostrarte el camino. Vale la pena vivir. Solo hay que aprender a hacerlo. Te abrazo muy fuerte.

P.D. El cuadro que acompaña estas líneas es Lágrimas de Freya", del pintor austríaco Gustav Klimt.

viernes, 10 de septiembre de 2021

Yo también quise morir

 No puedo decir si lo que sentía era un exceso de cobardía ante los retos de la vida o me sacudía la incapacidad de gestionar el dolor. De cualquier manera quise, en varias ocasiones, genuinamente morir. Incapaz de hacerlo con mis propias manos, acaso porque me faltaba valentía o porque en el fondo algo de mí quería vivir, me dormía llorando mientras le pedía a Dios que me llevara con él. Tenía la certeza de que si yo no existía todo estaría mucho mejor.

Él nunca me llevó (obvio). Los ateos dirán que era imposible porque no existe pero los creyentes, con un dejo de compasión y consuelo, asegurarán que él tenía mejores planes para mí. De una u otra forma, sin embargo y por fortuna, sigo aquí y tengo más deseos que nunca de vivir.

Muchos podrían no entender el porqué de estas líneas pero hoy, que es el Día Mundial para la Prevención del Suicidio, es el momento perfecto para hacerlo: mi testimonio, tal vez, pueda ayudar a alguien más.

Con el corazón en la mano, a pesar de que puedo causarle dolor a mi familia, quiero hablarles de algunos de mis momentos más tristes, esos que me llevaron a sentir que mi vida no valía la pena y que estaba de más en el mundo (a pesar de que no era así pero yo no era capaz de verlo en ese momento). 

La tristeza fue el sentimiento que más me acompañó mientras crecía. A pesar de que había días y momentos felices, siempre hubo mucha oscuridad y dolor. Nunca lo decía, temía incluso expresar lo que sentía, y me acostumbré a guardar los sentimientos en un cajón.

Soy hija de un muy mal divorcio. No entraré en esos detalles -por respeto a mis padres- pero tengo que mencionarlo porque esa herida fue lo que provocó muchísimos desencuentros emocionales que no fui capaz de gestionar hasta hace poco (después que decidí ir, por segunda vez, a terapia).

Aunque quise irme bastantes veces cuando era niña, ese sentimiento empezó a ser mucho más fuerte en los años de adolescencia. Eso se tradujo en una enorme rebeldía que me acompañó durante muchísimos años y me generó más de un problema posteriormente (cuando hay rebeldía, señores, algo pasa por dentro). 

En una ocasión, ya al borde de la desesperación, estuve al punto de tomarme un frasco completo de pastillas psiquiátricas pero mi hermana llegó en ese momento y no me dejó. Era adolescente, por aquel entonces, y no volví a intentarlo más: asumí que me tocaba vivir.

En el 2010, sin embargo, yo sufría por un amor muy mal entendido. Sin él no quería vivir porque él era mi mundo. Entonces una noche, mientras manejaba de regreso a mi casa, vi que se acercan los faroles de un carro cuando me disponía a cruzar una calle. En ese instante no tenía la certeza de si podría cruzar o sería impactada por el otro automóvil.

Por un segundo dudé. Pero no frené. Seguí, cerrando los ojos, y esperé que pasara lo que tuviera que pasar. El impacto fue brutal. El otro vehículo me chocó en la puerta delantera del conductor, el carro giró y se empotró en una pared. El golpe fue tan fuerte que pensé que me había partido en dos: un dolor seco sacudió mi cuerpo pero, al salir del carro, me di cuenta que solo estaba golpeada y tenía varios cortes en la cara y en los brazos pero ninguno merecía sutura.

En la clínica me hicieron radiografías y concluyeron que no había fracturas, así que unas horas después pude marcharme. Al final simplemente me quedé con una infinidad de moretores que duraron semanas cambiando de color pero estaba más viva y jodida que antes del choque: mi carro ya no tenía seguro full porque lo iba a vender, así que lo vendí a precio de chatarra.

En ese momento no fui consciente de que había atentado contra mi vida. Reparé en ello cinco años después porque, tras bastantes conspiraciones emocionales contra mí misma, decidí ir a terapia por primera vez. Sin desván, quitándole la magia al cliché, la consulta me obligó a enfrentar mis demonios y unos meses después terminé huyendo despavorida.

El último día que fui a la consulta choqué de nuevo. A diferencia de cinco años atrás, esta vez no fue adrede:  estaba tan mal, llorando a lágrima viva y conmocionada, que ni siquiera vi el vehículo al que impacté. Esa noche fue una de las más duras que he vivido: estaba en shock, nerviosa y con la culpa de haberle fastidiado la parte trasera del carro a una familia.

A partir de ese momento, por no volver a enfrentarme a la terapia, quise pensar que estaba bien no estar bien. Que podría vivir sin problemas si empezaba a ver la vida de otra manera. Las sesiones con mi abuela, que sin serlo es la mejor loquera que he conocido, me enseñaron que la vida es alegría, que nada vale más que nuestra vida y, sobre todas las cosas, que no vale la pena amargarse por nada: la vida es muy corta para no ser felices.

A mi abuela nunca le hablé de todas las veces que quise morir. Ella sabe que estuve mal, se lo dije en algunas ocasiones, pero nunca le conté hasta qué punto llegaba mi dolor. Ella, sin saberlo, me sostuvo muchas veces: sus palabras fueron mi sostén y su amor infinito me retuvo aquí. Ella me enseñó, como nadie, a vivir.

Hoy estoy muy bien pero, debo confesarlo, es porque el año pasado volví a terapia. Aún no me dan de alta pero estoy muchísimo mejor. Tanto que no me da vergüenza reconocer que también quise morir. Lamento no haber buscado ayuda antes porque, de haberlo hecho, me habría ahorrado mucho dolor. De cualquier manera, nunca es tarde para aprender a vivir y a bailar. ¡La vida es un gran baile, bailemos sin dolor y sin complejos!

 

P.D. La foto es de la Navidad del 2014, antes de ir a terapia por segunda vez (sí, la risa puede engañar). Esta es la tercera vez que voy.