lunes, 26 de octubre de 2020

Crónica de un miércoles siniestro

Intenso, duro y siniestro, el miércoles 21 de octubre del 2020 será un día que mi familia nunca logrará olvidar porque vivimos dos de las experiencias más duras que hemos tenido que enfrentar: un incendio en la casa de mi hermana Pilar y el internamiento de papá, quien estaba aquejado de Covid-19 y estaba cursando una neumonía que había comprometido el 80% de sus pulmones.

 Las horas de ese día fueron eternas, sobre todo para Pilar, quien se despertó pasada la una de la madrugada cuando le llegó el olor del humo a su habitación. Aunque confiesa que le dio pereza pensar en levantarse, al final lo hizo y entonces descubrió que se estaba quemando su apartamento.

En ese instante, por fortuna, lo primero que atinó a hacer fue abrir la puerta de la casa y después despertar y sacar a sus hijos de allí. Para ese momento ya no veían nada por lo denso del humo pero, a pesar de ello, salieron sin un solo rasguño (como ya la puerta estaba abierta pudieron salir de inmediato). 

Yo me enteré un par de horas después que todo pasó (a las 4:30 am, cuando me levanté para hacer ejercicios). Mi hermana estaba en casa de una amiga/vecina que la acogió con todo el cariño del mundo y mis dos sobrinos en casa de su papá. El shock, al saber lo sucedido, fue enorme: ¡me llamaron 50 veces pero mi teléfono no tenía timbre! El sentimiento de culpa al saber que no había estado ahí fue tan indescriptible como la angustia que sentí al imaginar  lo que habían vivido.

Escucharlo resultó muy doloroso. Imaginar lo que sucedió, sentir el miedo que enfrentaron, me pudo.Entonces, aunque debía ser fuerte, me derrumbé al hablar con ella. Finalmente, sin embargo, pesó más la razón: había que agradecer porque estaban bien. Lo demás, aunque era tremendo, pasaba a un segundo plano.

Unas par de horas después, cuando todavía no terminábamos de reponernos del susto, se armó el verdadero corredero: había que internar a papá y lograrlo, aunque suene absurdo, nos costó ocho horas de mucho ajetreo y todos los nervios del mundo. La historia, completa pero resumida, está aquí: https://hoy.com.do/el-viacrucis-de-un-medico-para-tratarse-de-covid/

¿Por qué nos costó tanto internar a papá? Fue llevado a la Clínica Abreu, donde no aceptaron su seguro, pidieron RD$500 mil de depósito y costó bastante que lo dejaran ir; y posteriormente fue otra odisea que ingresara a Cedimat porque, aunque no lo sabíamos para entonces, como papá es médico jubilado tiene un plan básico subsidiado.

Aún no sé si es un error de Senasa, donde papá está asegurado, o el problema es que sea jubilado del Colegio Médico Dominicano (CMD). Lo duro es que ni él sabía que tenía ese seguro y que, de no haber sido porque tiene una excelente condición física, pudo haberse fastidiado: ese seguro lo convierte en un ciudadano de tercera categoría, al que maltratan en las clínicas a pesar de que se ha pasado la mayor parte de su vida curando.

Ayer, tres días después del miércoles fatídico, pudimos ver a papá por unos minutos en su casa y luego supo lo que había pasado en casa de Pilar. Fue entonces que conté lo sucedido y decidí dejarlo por escrito como un mero y necesario desahogo para dejarlo todo atrás. 

Aunque quería dejar constancia de las moralejas aprendidas, la crónica ha resultado demasiado larga, así que solo les diré lo esencial: cuando las circunstancias te ponen entre la espada y la pared eres capaz de lo que sea para conservar lo más importante: la vida. Al principio -nunca al final- lo único que importa es vivir. Bien lo dice el cliché que se convierte en una verdad de Perogullo: la vida es lo más valioso que tenemos. Jamás entenderemos qué tanto es cierto hasta que no hayamos estado a punto de perderla o de perder alguien a quien amamos. 


P.D.  La foto que acompaña estas líneas muestra cómo quedó el apartamento de Pilar, después que sacaron los escombros en un camión, que es el que puede verse en la imagen a continuación...


 




viernes, 25 de septiembre de 2020

Lo único cierto es que toca bailar


Septiembre comienza a decaer. Como el otoño, va dejando caer sus hojas para recordarnos dulcemente que la Navidad está cerca. Al pensar en ello, reparamos en lo extraño que sido este año. Cada día ha marcado un nuevo adiós: se han
 perdido las costumbres, la rutina y hasta la forma de expresar los afectos. Nada, absolutamente nada, ha quedado indemne.

 Por ello, duele pensar en diciembre. A estas alturas, cuando tal vez falta muy poco o demasiado, no podemos darnos el lujo de imaginar dónde ni cómo estaremos. Ya no se vale soñar, como antes, con ese viaje añorado durante todo el año o con la reunión familiar en la que todos nos fundíamos en abrazos y besos. Tocarse está prohibido y sentir es un pecado.

A estas alturas no existe la certeza. Don Covidio se la llevó, ¿acaso para siempre?, dejándonos demasiadas preguntas. ¿Será posible recuperar algo de lo perdido el próximo año? Esa es, tal vez, la mayor de las dudas. 

La incertidumbre nos llena porque lo único que tenemos claro es que no tenemos algo que esperar: hay que entregarse, dejarse ir como el viento, para ver dónde estaremos llegado el momento. Cada jornada nos encuentra, cual autómatas, dispuestos a hacer lo que traiga.

Hora a hora vamos llenando los días. Unas veces con alegría pero otros con quién sabe qué. Hoy es uno de los últimos. Honestamente, siento una especie de vacío extraño, una nostalgia rara, un algo que no sé definir con palabras. Es como si el sentimiento me tomara, para no dejarme caer, y me suspendiera en algodones que bailan.

No, no he bebido ni fumado nada. Solo me toma la música que mece mi alma. Esta vez es el pianista surcoreano Seong-Jin Cho que suena y me llena. El, que ocupa el espacio con su magia, me trae a Mozart con sus dejos perfectos. Al escucharlo, sublime, me transporto a aquellos conciertos del siglo XVIII en los que el mundo era muy distinto.

No es que me hubiese gustado estar allí. Yo, la verdad, no habría encajado en esa sociedad. Mi espíritu libre se habría marchitado en medio de los recelos y las imposiciones. Por ello, cuesta acostumbrarse a estos días acartonados en los que no podemos ir y venir a nuestro antojo: somos, salvando las distancias, como esas aves enjauladas que sueñan con irse a cualquier otro lugar.

Pese a ese sentimiento, tampoco es que nos podamos quejar. A pesar de que hemos "perdido" mil cosas, por todo lo que hemos ido dejando atrás, al final nos hemos despojado de lo innecesario: son días para vivir con lo que necesitamos. Esa es, quizá, la gran moraleja de este 2020: enseñarnos a ver el absurdo que nos rodeaba y nos hacía pensar que necesitábamos lo que está de más. 

Pensando en ello, el 2020 no habría estado mal si no hubiese sido en extremo cruel al llevarse a demasiados en muy poco tiempo. Pero Don Covidio, al final, nos ha enseñado a vivir. Se llevó de encuentro las metas, las certezas, las aspiraciones, las ansias, el afán de poseer y muchas otros absurdos. En su lugar ha dejado el aliento, la compañía y la alegría por la vida. Después de todo, lo único cierto es que nos toca bailar. 

PD. La foto es del cuadro "The Dreams", del pintor ruso Vladimir Ezhakov.

jueves, 21 de mayo de 2020

¿Podremos vivir bajo la nueva covidianidad del ser?

Las calles comenzaron a bullir casi con frenesí. Cerca de 833 mil personas regresaron ayer a sus puestos de trabajo pero también fueron abiertos muchos comercios que estuvieron cerrados desde el 19 de marzo cuando millones de dominicanos tuvieron que encerrarse en sus casas para protegerse del Covid-19.

Dos meses y dos días después del inicio de la cuarentena los dominicanos nos enfrentamos al mayor de los retos: respetar las reglas, algo a lo que no somos dados, para evitar un repunte de la enfermedad. ¿Seremos capaces de aprender a vivir en la nueva covidianidad sin desfallecer en el intento?

Esa covidianidad, citada por el presidente Danilo Medina el domingo pasado para anunciar el inicio de la desescalada o la apertura gradual de la economía, irá cambiando nuestra realidad en las cuatro fases que contempla.

Por ejemplo, cuando comience la segunda el 3 de junio veremos más trabajadores en los sectores productivos, abrirán los comercios de las plazas y tendremos misas los domingos. Además, habrá transporte colectivo y volverán los juegos de azar, salvo los casinos.

No será hasta la cuarta y última fase, que iniciará el 5 de julio coincidiendo con las elecciones, que haya cierta normalidad económica: ese día, si no hay contratiempos, se reactivará el turismo y abrirán sus puertas los hoteles y los aeropuertos. Para hacerlo más emocionante, aunque sea discretamente por aquello de la contienda electoral, ese día podremos ir a comer en los restaurantes (que hasta ahora solo pueden tomar pedidos a domicilio y para llevar) e intentar desoxidar el esqueleto en los gimnasios.

Eso no quiere decir, sin embargo, que tendremos total libertad: hasta el 24 de agosto estarán cerrados todos los lugares de entretenimiento y están prohibidas las actividades en las que pueda haber aglomeraciones (aunque ya las haya, como ayer en la primera jornada del metro, hay que evitar que se hagan).

Durante todas estas fases -y no sabemos si más- tendremos que convivir con la pesada mascarilla que nos roba la respiración. También con esa distancia a la que no estamos acostumbrados. Habrá que hacerlo, aunque moleste, para que algún día vuelvan los abrazos y nos olvidemos por fin de esta nueva -y un tanto pesada- covidianidad del ser.

PD. Desde que comenzamos a usar la "máscara" se perdieron las sonrisas.

jueves, 23 de abril de 2020

Hoy todos debemos dar un poco de lo que tenemos

Desalentadoras, las previsiones hablan de unos números que congelan el alma: entre 407,711 y 667,690 personas podrían quedar desempleadas este año a causa de la caída de la economía que vendrá por el Covid-19, según las estimaciones que ha hecho el Centro Regional de Estrategias Económicas Sostenibles (CREES).

A esto, indica CREES, hay que sumarle el declive de las exportaciones, las distorsiones en las cadenas de producción, la caída del turismo- uno de los principales generadores de empleos y divisas- y la reducción de las remesas y de la inversión extranjera directa.

Con un panorama tan sombrío, al que hay que sumarle la difícil situación que atraviesan muchas empresas y el amplísimo sector informal, el Gobierno tendrá que emplearse a fondo para lograr que la reactivación de la economía que tanto promueve sea una realidad.

Y es que, lamentablemente, los programas de ayudas que se han implementado no llegan a todos los afectados porque hay una gran cantidad de empresas que no han sido aceptadas en FASE: cualquiera que pregunte por ahí escuchará bastantes casos de empresas que han tenido que suspender a los trabajadores porque están cerradas o con sus ingresos mermados y sin posibilidad de conseguir ninguna ayuda.

Tener trabajo, frente a la situación actual, es un casi un privilegio. Algo tan común, que siempre hemos dado por sentado, le ha sido arrebatado a muchísima gente de un día para otro. Los tiempos que se avecinan, sin lugar a dudas, serán muy complicados para ellos.

Dadas las circunstancias ha llegado el momento de mirar a nuestro lado y pensar en los que tenemos más cerca: ¿hay alguien que nos necesita? Lo más probable es que la respuesta sea afirmativa, así que hoy nos toca dar un poco de lo que tenemos. Esa, al final, es la única forma de hacer la diferencia. ¡No lo olvidemos!

domingo, 12 de abril de 2020

Los anillos, algún día, se olvidan

Estar sin ellos me hacía sentir desnuda. Cual si fuese una tragedia, las veces que los olvidé no sabía estar: me sentía vacía, infinitamente expuesta, como si su presencia fuera un ancla para mi seguridad.

Aunque suene ridículo y absurdo, mis anillos han sido tan vitales para mí que en más de una ocasión me devolví a mi casa a buscarlos. También, sin embargo, han sido importantes los aretes, esos que nunca me quito ni siquiera a la hora de dormir, las pulseras, el reloj y la cadena que ha ido cambiando con el tiempo para mostrar uno que otro dige distinto.

Hace semanas los anillos desaparecieron de mis manos, al igual que todos los adornos que solía llevar en los brazos. Aquella tarde los olvidé en casa y, por primera vez en la vida, me di cuenta de que no moriría: con la atención centrada en la situación que vivíamos no reparé en algo tan banal. Fue entonces que empezaron a recomendar que no se usen prendas porque así no se contaminan con el coronavirus. En ese momento el Covid-19 terminó llevándose mis anillos de encuentro.

Los días que han pasado desde que me "despojé" han servido para que repare en las cosas que de verdad tienen valor: la salud, la compañía y los afectos que, al final, son lo único relevante en nuestra vida. ¡Tenía que venir el encierro para aprender que un abrazo pesa más que los teneres y que se puede vivir con muchísimo menos de lo que antes creía!

La cuarentena, en lugar de traerme depresión y desesperación, ha llegado vestida de paz. ¿Cómo, si tengo todo lo que necesito, podría desesperarme? ¿Sería justo que no sea capaz de ver que soy muy privilegiada? Conservar mi trabajo en estos momentos, por ejemplo, es una dicha que muchos no tienen. ¿Podría entonces quejarme cuando no tengo que vivir con la incertidumbre de no saber cómo resolveré mis problemas primarios?

Cuando todo esto pase mi vida será muy parecida a la de antes. La tuya, probablemente, también. A pesar de las canas que no te has podido teñir, de las manicuras pendientes y de los pies que ansían meterse en una cubeta de agua caliente, tienes la fortuna de tener la vida resuelta. Entonces, ¿de qué te quejas? Hacerlo es tan disparatado como extrañar mis anillos.

lunes, 2 de marzo de 2020

Por favor, dejen a las niñas jugar

Hace unos días Valentina llegó a su casa muy preocupada. Cuando su madre le preguntó qué le sucedía, la niña le hizo una simple pregunta: mami, ¿es cierto que las niñas solo sirven para chismear?

La madre, perpleja, le dijo que no. Entonces, cuando le preguntó de dónde había sacado eso, la niña le explicó que se lo dijo su profesor de deportes cuando ella fue con otras niñas a la cancha del colegio porque querían jugar al fútbol. "No quiero niñas en mi cancha: las niñas solo traen chismes", fue la respuesta del maestro. Las niñas, que no alcanzan más de nueve años, se confundieron pero también se preocuparon. ¿Por qué el profesor decía eso? ¿Realmente decía la verdad?

La angustia de Valentina fue tan mayúscula que su madre se dio cuenta en cuanto la vio. Tras hablar con su hija, explicándole que la frase del profesor no era más que un reflejo de lo machista que era (ahí tuvo que extenderse para explicarle lo que es el machismo) habló con las otras madres del curso. La indignación de todas, como era de esperarse, fue mayúscula. ¿Qué clase de profesor discrimina así a las niñas y, además, las lastima con un terrible prejuicio que surge del terrible estereotipo que se tiene de las mujeres.

¿Cómo, si Valentina y sus amiguitas no tuvieran unas madres pensantes, crecerían esas niñas sabiéndose condenadas de antemano? ¿Cómo sus compañeros de colegio verán a las niñas en el futuro si crecen con maestros que tienen ese concepto de ellas?

Desterrar el machismo de la sociedad nunca será posible mientras haya maestros y padres que no estén educados en la igualdad. Lograrlo tiene que, sin lugar a dudas, un compromiso de las autoridades educativas. Para ello, deberían empezar sensibilizando a sus docentes. Solo así niñas como Valentina serán recibidas en las canchas con alegría.