lunes, 30 de noviembre de 2015

La historia de la vieja vajilla

Hoy cuando se rompió el penúltimo plato pequeño me dio un poco de tristeza. Mi vajilla de todos los días está muriendo. Pocas piezas las he roto yo. De cualquier manera, ella se va despidiendo. Apenas queda algo de aquellos bonitos platos y tazas que me han acompañado los últimos doce años. Al sentir nostalgia por esas piezas, que serán reemplazadas por la vajilla "especial" que casi nunca uso porque hace más de diez años que dejé de hacer aquellas super comidas de ocasión, recordé la historia de esa vieja vajilla que llegó a mi vida en una Navidad de mediados de los años 90's, cuando tenía 20 y pocos años (muy pocos) y lo último que pensaba era en tener utensilios de cocina.

Por aquella época la idea de casarme me daba casi tanta grima como los oficios de la casa. En aquel tiempo sólo pensaba en salir y divertirme, algo que amaba de veras, así como entretenerme escribiendo pendejadas que cobraban vida en el periódico. Vivía casi del cuento, literalmente, porque solía escribir muchas historias de ficción. ¡Era feliz (no es que ahora no lo sea, que conste)!

Cuando llegó esa vajilla, aunque era hermosa, para mí significó una verdadera agresión. ¿Cómo alguien que me conocía, que sabía que estaba muy lejos de casarse, me regalaba eso en un angelito? Me ofendí. Confieso que me molesté tanto que no agradecí el regalo. Producto de ello, como además vivía con mamá, guardé la vajilla en un estante grandísimo que había en la oficina de mi jefe y me olvidé de ella. Ya la rescataría algún día, me dije, cuando la fuera a utilizar... y así, olvidada, quedó.

Mi historia

Llegué a Santo Domingo hace muchos años. Iba a una tienda en la que vendían cosas preciosas, según me contaron los señores que me vendieron, así que estaba segura de que terminaría en una casa en la que tuvieran buen gusto. Me cuidarían, soñaba, y eso me hacía feliz porque quería vivir muchos años. La idea de despedazarme pronto, y acabar en el vertedero como mis antepasadas y hermanas, me daba terror.

Al ver la tienda me alegré muchísimo. Me colocaron en un lugar en el que veía la más fina cristalería y bellos artículos de decoración. ¡Daba un gusto tremendo estar ahí! Tanto amaba ese lugar que no me importó ver cómo mis hermanas gemelas se iban marchando poco a poco. Ya sabíamos de antemano que lo más probable es que acabáramos en casas distintas y, por ello, hace tiempo que me había hecho a la idea. ¡Tenía tan poca prisa de irme de allí!

También debo reconocer que tenía miedo, mucho miedo. Cada parte de mi cuerpo es tan frágil que me atemorizaba no saber cómo recibiría la caricia de cada alimento sobre mí. ¿Me quemaría cuando estuviera caliente? ¿Me dolería que pasaran los cubiertos sobre mi piel? ¡Aunque esa primera vez me llenaba de ansias esperaba que no llegara rápido!

Fui la última en irse de la tienda. Me compró un señor, cosa habitual porque los señores viven regalándonos a las señoras, y me llevó directo a su casa. No me destapó, me dejó en una esquina y tuve que esperar un par de días hasta que me cargara de nuevo. Era Navidad. Me llevó a un almuerzo, a un angelito como les llaman aunque no es más que un intercambio de regalos (estos humanos tienen unas cosas...) y me dejó sobre una mesa. ¡Cuánto gozaban esa gente! Reían, bailaban, cantaban... pensé que esa jarana no se acabaría nunca. Pero acabó. Y me tocó irme con una niña de muy malhumor, que tiraba unas pestes insoportables y se creía el centro del mundo. ¡Qué dura sería mi vida al lado suyo!, pensé con resignación.

La vi poco tiempo. Tras salir de la fiesta me depositó en un rincón de un armario, sin siquiera sacarme de la caja, y cerró la puerta. Al principio pensé que sería algo temporal y que pronto volvería por mí. Pasó mucho tiempo para que eso sucediera. A veces, cada tanto, ella abría la puerta, colocaba algo al lado de mí y la cerraba de nuevo; en otras ocasiones sacaba algo o movía cosas pero nunca me habló ni me acarició: me miraba, hacía una mueca y me olvidaba. ¡Cuánto desprecio tuve que aguantar! ¡Yo, que me creía cautivadora por mi belleza, era dejada en un rincón!

Pasaron muchos años. No sé cuántos, hasta que ella vino un día a buscarme. ¡Estaba feliz! Decía que se mudaba, que tendría una casa y que había llegado el momento de sacarme de allí. ¡Por fiiiiiiiin!, dije y volví a sentirme viva después de haberme marchitado en la oscuridad de ese armario. ¡Iba a saber lo que era estar con la gente, ser necesaria, usada, admirada! ¡Ya casi había olvidado para qué fui creada cuando vinieron a buscarme!

Con alegría me fui con ella. Duré un par de días en el carro pero eso era mil veces mejor que el armario, definitivamente, así que ni siquiera me molestó el calor que tuve que pasar hasta que por fin me llevaron a mi nueva casa. Salir de la caja fue extraño. Tenía muchos años acomodada ahí, sintiéndome protegida por ese cartón que me abrazaba, me escuchaba y secaba mis lágrimas cuando me desesperaba por mi encierro. Le dije adiós, con tristeza, pero nos confortamos al saber que había tenido una vida mucho más larga que el resto de sus familiares: ¡nadie había durado tantos años invicta!

Cuando me colocaron en las estanterías no lo podía creer. ¡Tenía dos tramos para mí, mi casa era super amplia! Junto a mí, un poco más apartados, vasos de todos los tamaños y algunos recipientes para colocar comida. ¡Qué familia más grande tenía de repente, cuántas cosas viviríamos todos juntos, en esa amplia mesa que habitaríamos durante diez años! ¡Qué felices fuimos durante esos encuentros familiares y cuántas soledades tuvimos que reconfortar!

Mi vida ha sido larga. Hace un poco más de doce años que salí de aquel armario. He visto muchas historias nacer y morir. Amistades, encuentros y desencuentros. Y hoy estoy muriendo. Partes de mí se han ido rompiendo en el camino. Quedan algunas piezas intactas pero ya están incompletas. Sé que dentro de poco tiempo tendrán que reemplazarme. Pero soy feliz. He cumplido más allá de las expectativas de cualquiera. Pocas duran tanto. Mucho menos cuando eres la de todos los días, la del desayuno, la comida y la cena. Ella, aunque al principio no me quería, me cuidó con esmero. Sé que me quiso. He visto sus lágrimas por mí. Los años la han cambiado. Qué raro es verla llorar por algo así. Sé que se repondrá. Por eso me iré feliz. Es tarde. Creo que me iré a dormir. Tal vez otro día les cuente cómo fueron mis inicios. Hoy me tengo que ir. Gracias por escucharme. Con cariño,

Vajilla

Recordar aquella vajilla olvidada, justo después de haberla disfrutado tanto, me hace pensar en esa gran cantidad de cosas que no somos capaces de apreciar. Puede que muchas veces no sea nuestra culpa, sino que llegan en el momento equivocado: te pueden dar un tesoro pero, si no te interesa en ese instante, nunca serás capaz de darte cuenta de lo que tienes en las manos. Hoy reparo en ello. ¡Qué injusta fui con el amigo que me hizo el regalo y con el regalo mismo! ¡Qué dura fue mi reacción y qué estúpida era! No me costaba nada agradecer el gesto, entender que él quería agradarme (y que me regaló algo que suele ser "natural" para las mujeres porque la mayoría sólo piensa en casarse) y guardar la vajilla con alegría para cuando la necesitara!

Hay lecciones, como esta, que uno solo aprende con el tiempo. Y a veces, tristemente, tienen que pasar años antes de que las cosas encajen y entendamos algunos porqués. Por suerte siempre habrá alguna vajilla que nos haga aterrizar. Que nos muestre, de la forma más tonta, que todo tiene su momento y que jamás debemos despreciar nada.

martes, 17 de noviembre de 2015

Cómo "sobrevivir" a la funeraria

El 2015 será inolvidable. Triste, ha traído consigo muchas más despedidas que años anteriores. Eso es porque te estás haciendo mayor, me dijo alguien recientemente: una persona joven casi nunca tiene que ir a la funeraria. Y sí, tiene razón: cuando uno va madurando empiezan a irse tus familiares y los de tus amigos, tus amigos más viejos, los relacionados y conocidos... en fin, el ciclo de vida se va cerrando para la gente que tienes cerca. ¡Qué duro es reconocer que es así!

Producto de todas las visitas que he tenido que hacer este año a la funeraria en agosto pasado escribí una entrada acerca del horror que se vive allí: la atmósfera va de la tertulia al pase de modas, sin olvidar el cotorreo de quienes encuentran en el chisme el mejor entretenimiento; es la falta de respeto hecha momento, el abuso del maleducado que olvida que es un momento de recogimiento.

Es tal la animadversión que le tomado a las funerarias que sólo voy cuando es estrictamente necesario. Es decir, cuando me sale del alma. Eso de cumplir con cualquiera, de ir porque conoces a un pariente o porque es el amigo del amigo con el que has compartido mil veces se acabó: el ambiente es tan desagradable que voy cuando el afecto bien lo merece (pero por mucho, muchísimo). Por lo demás, como a estas alturas de la vida ya no hay que disimular, paso olímpicamente.

La semana pasada, sin embargo, me tocó ir bastantes veces. Fallecían familiares de gente querida, a la que acompañas con el corazón porque sería imposible no estar ahí, por lo que decidí armarme de paciencia. Sin embargo, al llegar, noté que todo era diferente: ¡había poca gente, mucha tranquilidad, y pude acercarme a los deudos y hablar con ellos sin contratiempos! Fuera estaba quedo, sin barullo, por lo que habría sido agradable estar ahí de no ser una funeraria y sentir el dolor de los que han perdido a alguien. En esos instantes me pregunté: ¿qué ha cambiado, por qué todo es distinto? ¡Claro, la hora!

De repente, por el trabajo, las últimas que he ido a la funeraria lo he hecho a "deshoras", es decir, justo cuando la gente que va a brillar y dejarse ver no está: a mediodía, cuando el hambre les hace marcharse; y a última hora de la noche, cuando ya toca cambiar al muerto de turno por el happy hour del momento.

Así, sin darme cuenta, encontré la fórmula idea para estar con quienes han perdido a alguien sin sentir que la atmósfera me traga y me escupe sin compasión. Aunque es evidente que hay que tener un poco de tino para que la hora tampoco sea demasiado impertinente, ya saben qué hacer si de verdad quieren acompañar a quien está pasando por un momento de duelo: vayan cuando los necios están comiendo o necesitan divertirse en otro lugar.

lunes, 16 de noviembre de 2015

La felicidad... más allá de la soltería

Hace cuatro años mi ex cambió su foto de perfil del BBM por una frase que decía lo siguiente: "soltero no es un estado civil: es el estilo de vida de alguien que no necesita a nadie para ser feliz". Cuando leí eso, como hacía poco que habíamos terminado, estallé en cólera y me sentí fatal. ¿Cómo él me decía, de esa manera tan cruel, que no me necesitaba y que prefería estar solo?

Recuperarme de aquella frase me costó lo indecible. Yo estaba aferrada a él de una manera insana (lo reconozco ahora, claro) y fue difícil asumir que no era parte de su felicidad. Poco a poco, sin embargo, fui empatando los trozos rotos y volví a ser feliz: toda ruptura, por fatal que sea, se supera.

Un año y algo después volví con él y entonces me explicó que cuando subió aquella frase no lo hizo para joderme y que no estaba pensando en mí ni mucho menos. Sólo cuando yo le increpé en aquel momento, diciéndole que ya entendía por qué habíamos terminado, se dio cuenta de que yo podía asumir que esa frase era para mí. ¿Por qué la subió? Según dijo, simplemente porque establecía que uno debe ser feliz por uno mismo.

Confieso que la explicación no me satisfizo pero lo dejé así porque no venía a cuento pelear por algo que ya había pasado. Puede que haya sido sincero y que yo lo cogiera para mí porque entendía que me pegaba (uno con esa eterna manía de tomar para sí todo lo que pueda ser considerado como una puya). De cualquier manera, nunca olvidé la frase.

Hoy, aunque ya no venía a cuento, vi otra frase que me recordó mucho aquella. Es la que acompaña estas líneas: "ser soltero es la capacidad de no depender de alguien para ser feliz". Al pensar en ambas, que se parecen mucho pero difieren un tanto (una habla de estilo de vida y otra de capacidad, que son dos cosas muy diferentes) reparé en lo mucho que intentamos explicar o justificar la soltería. ¿Será que, como nos educan para vivir en pareja, entendemos que está mal estar solos? O, ¿será que en el fondo no estamos conformes con esa soledad pero necesitamos convencernos de que estamos bien y por eso nos damos ánimos con frases de autoayuda?

La verdad hago estas preguntas por hacerlas. A la mayoría de la gente, por más que diga que no, no le gusta estar sola. ¿A quién no le gusta compartir una botella de vino, una cena para dos o una noche de pasión con alguien que le agite el alma? ¡Es lo mejor del mundo (hay quienes apuestan por lo esporádico pero eso es terrible porque deja una estela de melancolía bastante desagradable)!

Volvamos con las frases. La primera nos dice que ser soltero es un estilo de vida (hábitos) de alguien que no necesita (no tiene un impulso irresistible) a nadie para ser feliz. La segunda nos señala que es alguien que tiene la capacidad (aptitud, talento) de no depender (estar subordinado) de alguien para ser feliz.

Aunque los matices son un tanto distintos, al final ambas frases nos dicen que quien no necesita tener a otra persona para ser feliz es, necesariamente, alguien soltero. Pero, ¿en realidad es así? ¿Quiere decir entonces que los que están casados, o tienen pareja, la necesitan por fuerza para ser felices? Ahí me pierdo... y difiero: la felicidad no puede depender de tener a alguien al lado porque entonces nos hace vulnerables y puede ser muy volátil. Además nos encadena y nos roba mucha energía.

Tal vez ahí radica el gran drama de muchas mujeres: se nos educa para entender que la felicidad está subordinada a tener a alguien al lado cuando no debe ser así; tenemos que ser felices por nosotras mismas, con lo que somos y tenemos y, una vez alcanzada esa felicidad, compartirla con quien merezca la pena. La felicidad tiene que ser, por sí misma, el estilo de vida: ¡nunca el estatus civil!