lunes, 15 de enero de 2024

La felicidad que se esconde en la cumbre de los 50

A decir de muchos, la gente nunca cambia. Yo solía pensar igual y, de hecho, he repetido esa frase hasta la saciedad cuando alguien me ha defraudado. Los años, sin embargo, me han enseñado que sí es posible cambiar, si así uno en realidad lo desea.

Hoy, a un mes y dos días de arribar a los 51 años, reparo en que soy el vivo ejemplo de que con los años sí cambiamos. Una veces para bien y otras para mal, he tenido tantas mutaciones que a veces me confundo y me pierdo: me cuesta, en ocasiones, decir qué o cómo soy.

De niña era muy recta, disciplinada y organizada. Se podría decir que, aunque era inquieta y ruidosa, me portaba bastante bien. Poco a poco, mientras la rebeldía se anidaba en mi alma, fui cambiando. Incluso el orden, que me acompañó hasta después de la adolescencia, se fue al carajo.

Cuando comencé la universidad quedaba poca disciplina, mucho desorden y una rebeldía tan enorme que era una persona completamente distinta. Lo único que no cambió fue la tristeza: había un dolor, oculto bajo toneladas de obstinación y desobediencia, que me acompañaba desde la infancia. 

A los 20 y algo volví a cambiar. Dejé atrás las alpargatas, la comodidad, la humildad, la sencillez y el relax para convertirme en una de esas chicas de vinilo que miran a los demás por encima del hombro y actúan como si fueran mejores que los otros. La banalidad me arropó por completo y me perdí en un mundo que no era mío pero aprendí a disfrutar. 

Los 30's me golpearon salvajemente. Entré a la redacción central del periódico y, tras bajar a la fuerza de mis amados tacones, me volví persona nuevamente. Sucedió muy poco a poco, mientras descubría la pobreza de la gente que vivía en barracones, ruinas, junto a los ríos o en míseros poblados. Sus penurias estrujaron mi alma de tal manera que fueron cayendo las gruesas capas de vinilo que me había acompañado.

Los 40's fueron los años de mayor aprendizaje. Como iba ascendiendo en la espiral del dolor gracias a un eterno ejercicio de flagelación, me fui de bruces y caí en el fondo de un pozo existencial que se iba inundando cada vez más, a pesar de que no era consciente de ello. 

Importantes pérdidas, sumadas a otras tragedias, hicieron que reparara en ese dolor que había querido enmascarar de mil maneras. Y volví a pisar el consultorio de un loquero, por tercera ocasión, en búsqueda de una cura para mi mal: algo dentro de mí -aunque aún no de forma consciente- decía que bastaba ya de sufrir.

Y así, mientras lidiaba con esa realidad, conocí al flautista Néstor Torres. El acababa de mostrarnos una parte de su alma a través de sus palabras y, por supuesto, de sus magistrales notas musicales. Esa noche del 5 de julio del 2019, mágica, tocó junto a los músicos de la banda de jazz Synthesis, de la Universidad Brigham Young, de Utah, Estados Unidos. 

Además presenciar el concierto, tuve el placer de entrevistarlo tres días después en la sede de la Soka Gakkai Internacional en República Dominicana (SGI-RD), donde habló acerca de algo que había mencionado en el concierto: la práctica budista.

Aquella noche del lunes 8 de julio junto a Pedro Familia, director general de la SGI-RD, Néstor me explicó todo acerca del budismo. Sus palabras, junto a las que había dicho en el concierto, me tocaron profundamente por un gran detalle: insistió en que nuestra misión en la vida es alcanzar la felicidad y compartir con otros el camino para que también logren ser felices.

 ¿Cómo se logra esa felicidad? Como bien me dijo Néstor, a través de la transformación interna. Cuatro años y medio después de aquella conversación, tras muchos mensajes y lecturas que me permitieron conocer más a fondo la práctica, puedo decir que esa conversación cambió mi vida. No fue inmediato, por supuesto, pero el camino transitado ha sido de gran crecimiento.

¿Por qué hablarles de esto? Porque gracias al budismo, que ahora practico, he ido cambiando las cosas que me impedían ser feliz. ¿La principal? La actitud y la forma en que veía la vida. Buscando ayuda, por supuesto, dejé atrás un equipaje doloroso que no me permitía estar bien (a veces tengo leve recaídas con reacciones o actitudes pero luego reparo en ello). 

Todos tenemos la posibilidad de alcanzar ese bienestar si damos los pasos necesarios para ello (buscar ayuda, si es necesario, es lo principal). Ese es el más increíble legado que nos dan los años: nos llevan a buscar la plenitud que nos negamos cuando somos tan jóvenes y obstinados que siempre creemos tener la razón. Quizás la razón oculta es que debemos madurar para entender, por fin, que el tiempo no está diseñado para perderlo.