jueves, 23 de agosto de 2012

Tras la lluvia... la verdadera nostalgia


Las nubes me saben a melancolía. A veces, cuando el cielo está demasiado gris, me asaltan las lágrimas. Pero no lloro por mí. Mi pasado, aunque tiene algunos trazos de tristeza, no me abate a tal punto. Es la realidad, no el ayer, lo que me duele y me puede.

Aunque siempre he pensando en aquellos que viven en zonas vulnerables, mi vida cambió el 4 de agosto del 2011, cuando decidí adentrarme en los recovecos de los barrios que están junto al río Ozama.

Esa mañana descubrí que las cosas nunca son como creemos. Yo había estado antes en barrios pobres, en lugares difíciles, incluso peligrosos, pero esto era demasiado. Leerlo, o verlo en la televisión, nunca nos da la imagen precisa de lo que allí se vive.

Si bien estamos bastante cerca de la realidad, verlo en primera persona es muy distinto. Sobre todo cuando, como en aquella ocasión, uno más allá de los lugares que suelen visitarse y se encuentra cara a cara con el Ozama que, en apariencia tranquilo, suele desolar. El te mira, te desafía y te aniquila. Sus aguas intimidan. Y creo que se divierte con ello.

Aquel día quedó grabado en mi alma cual. Eso provocó que jamás vea la lluvia igual. Ver las nubes me aterra. Pienso en lo que sienten cada uno de los moradores de la ribera del Ozama y, en ocasiones, se me escapan las lágrimas.

Contarles lo que siento podría llevarme demasiadas líneas. Por ello, y para no agobiarles, sólo me limitará a dejarles la crónica que escribí con motivo de aquel recorrido... al leerla, me entenderán.


Cuando el Ozama se convierte en una amenaza
Sigiloso, al acecho, el río Ozama les mira desde cerca. Su caudal comienza a crecer poco a poco, y sus aguas, llenas de basura y de hiel, se convierten en la antesala de un beso que será sombrío y triste: ese que, al tocar sus destartaladas casas, llenará cada uno de sus espacios de desconsuelo.

“¿Qué nos va a decir hoy el río? ¿Subirá otra vez?”, se pregunta Ana María Peralta, una residente de La Lata, mientras observaba con detenimiento las aguas color chocolate que amenazan su casa.

Parada junto a una desvencijada gallera, que ya comenzaba a llenarse de agua porque está justo junto al lecho del río, Ana María lamentaba que el sol haya salido. “Ahora es que el agua va a subir. Hace un mes que esto se inundó y yo tuve que salir a las dos de la mañana con cuatro niños. El agua me llegaba a media (la cintura)”, recordó.

“Siempre se oye mentar La Barquita, La Barquita y nunca tenemos a nadie que venga a nuestro socorro. En algunas ocasiones, que nos agarra desprevenidos, no encontramos dónde ir”.

Como ella, Francisca Rosario se queja de que, a pesar de la frecuencia con la que se inundan sus hogares, ayer nadie había ido hasta donde ellos. Las autoridades y los cuerpos de socorro, aseguran en esta zona a la que pocos se atreven a entrar, sólo llegan hasta La Barquita.

Sólo las promotoras de Tú Mujer, que ayudan en esta área, recorren además La Lechuga y el Quilombo, dos zonas que también suelen anegarse, tal como afirma Francia Moquete, coordinadora del programa de salud de Tú Mujer.

Y en La Barquita... Víctor Miguel Cuevas está en la entrada de su casa. Con las chancletas a un lado, como secándose, observa el charco de agua que le rodea. Está tranquilo. Todo está más seco que a las 6 de la mañana, cuando el Ozama fue a visitarle a su casa.
Aunque el agua cedió horas después, él no salió de casa. Convencido de que regresará, prefiere esperar para recibirle de nuevo: es la única manera de preservar lo poco que tiene. La pena es que, como vive de vender pasteles en hoja, ayer no tenía nada qué comer.

“Aunque sea agua, bebo”, afirmó Cuevas resignado, mientras cuenta que llegó a La Barquita en el 2002, cuando salió de Barahona ahogado por la crisis. Ahora, aunque cuando llueve en demasía no pueda comer, “estoy un chin mejor; pasando muchísimo trabajo”.

Para Margarita Ramírez, con 30 años en este barrio, vivir aquí es un tormento. Como reside un poco más cerca del río, su casa siempre se llena de agua.

Lo mismo le sucede a Damaris Torres que, como muchos, ya tenía los enseres encaramados en el techo. “Esto se llena de agua dos o tres veces al mes”.

Mirtha Medina, con un bebé de 2 meses y otro hijo de 2 años y 4 meses, ha visto sus 19 años en el barrio. Aquí se casó, parió, la han sacado cargada... lo que para otros es tragedia, para ella es cotidianidad. “Uno no sabe dónde va a dormir esta noche”, afirma serena, al tiempo de sacarse el pecho para amamantar a su bebé.

Un poco más adelante, donde La Barquita se desdibuja y no hay calle principal sino callejones contiguos al río, las casas comienzan a llenarse de agua. Están cerradas. Sus moradores han puesto el cerrojo y se han ido. Rafael Mercedes, con 18 años viviendo aquí, es uno de ellos.

¿Para qué uno se va a quedar dentro?, diría Leopoldo Santana. Con el agua a media pierna, porque vive contiguo al río, sólo le toca esperar. Sin esperanzas de ayuda, y con alguna nube pululando en el cielo, todo es cuestión de tiempo.

Zoom
Alud en La Barquita

Eran las cinco de la mañana cuando Justina Montero Vicente se encontraba en la pequeña sala de la casa en la que vive desde hace 23 años. Aunque aún era hora de dormir, ella y sus cuatro hijos estaban muy alertas: el farallón que está a la espalda de su casa, le advirtieron los dirigentes comunitarios, podría jugarle una mala pasada. Y así fue. “Dos veces se ha derrumbado eso. Y va a seguir”, afirmaba, al tiempo de mostrar la roca que había caído junto a su habitación. Muy tranquila, como quien no teme, veía cómo sacaban el lodo de su casa.

La gente del barrio

Ana María Peralda
Moradora de La lata
"Alguien debería venir al socorro de nosotros porque, ¿qué sería que venga algo fuerte, fuerte, que no se pueda soportar? Es justo que vengan a darle a uno una mano amiga”.

Francisca Rosario
Residente en la lata

"Nosotros somos los que nos ayudamos unos con otros; después que el río vuelve a la normalidad, vienen las enfermedades; me ha dado de todo”.
Damaris Torres
Moradora de La barquita
"Uno vive aquí porque no se puede ir a otro sitio. Si yo pudiera me fuera. Todos los días el río sube, aunque no llegue aquí (a su casa”.

1 comentario:

  1. Y asi cada dia nos volvemos mas insensibles gracias a las distracciones que nos rodean y que nos hacen alejar de las verdaderas virtudes humanas, las cuales son el servir desinteresadamente y velar por las necesidades ajenas.

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