martes, 15 de febrero de 2011

Porque recordar es vivir


- ¿Qué día es hoy?
- Jueves, señor.
- ¿Por qué es jueves? ¿Acaso lo sabes, pequeño?
- No, señor, no tengo idea.
- Pero te sabes los días de la semana, ¿verdad?
- Sí, claro que me los sé.
- ¿Qué más sabes? ¿Vas a la escuela?
- Sí, voy. Ya aprendí a leer y a escribir.
- ¿Cuánto tiempo te tomó?
- Una semana.
- ¿Una semana? ¿Cómo es posible aprender a leer y a escribir tan rápido?
- El profesor me lo exigió.
Esta conversación, que por supuesto no existió, surge a raíz de otra que tuve con papá el domingo pasado. Para recrear sus palabras, que no fueron dichas de esa forma, utilizo ese diálogo que sí tiene algo de verdad: mi papá tuvo que aprender a leer y escribir en una semana tras haberse aprendido el alfabeto, prácticamente, en una tarde.
El confiesa, sin ningún problema, que al principio no le gustaba estudiar. Sin embargo, lo hizo y lo hizo muy bien. Por eso hoy el hijo más pequeño de Celia es quien es. El, en gran medida, se hizo solo, a base a tesón y esfuerzo (amén de que en algunos momentos su hermano lo ayudase).
¿Por qué me viene esto a la memoria? Por la razón que motivó a papá a contarme esas anécdotas que, la verdad, seducen a cualquiera tanto por la forma en que las cuenta como por el trasfondo que tienen sus palabras.
El hablaba de lo importante que es estudiar para echar hacia adelante y labrarse el camino. Nada viene gratis. Todos tenemos que trabajar sin desmayo, de una u otra forma, si queremos llegar a ser algo. Hay, y me perdonan que no especifique, quienes no lo entienden.
A ellos, porque habrá muchos más que no nos rodeen, les vale ese ejemplo: el del niño que, aunque se moría por jugar, optó por estudiar porque entendía que de no ser así su existencia no estaba garantizada.
No era de una familia de dinero. Por tanto, no esperaría una buena herencia para dilapidarla (en caso de que le cayera en las manos, de todas formas, no lo haría). Además, tenía una madre que jugaba con pasión a las quinielas y los billetes y, por tanto, sentía que su seguridad podría estar amenazada.
Siendo niño se hizo hombre. Aún no le correspondía pero tuvo que aprender que la vida no es fácil y que hay que esforzarse demasiado para conseguir las cosas. Quizás, por ello le sentimos, cuando éramos niñas, muchas veces demasiado serio (algo que nos hizo entender y aprender cosas que, de no ser así, quizás no recordaríamos).
El domingo pasado, oyéndole hablar, entendí que recordar sí es vivir. El recordaba. Pero era yo, y no sé si él también, la que vivía. Viví sus angustias y sus desazones. Viví su alegría cuando se percató de que, en efecto, aprendió la lección que le mandó el maestro no sin antes zurrarle (algo permitido en la época).
Al vivirle sus palabras fueron más especiales. Le sentí más cerca. Fue como regresar, nueva vez, al pasado. Entonces no fue a su pasado al que regresé: fue al nuestro. Al verle contándome esas cosas le volvía a ver, más joven y más fuerte, contándonos los cuentos de antaño.
En aquellos días sólo éramos tres. Pilar, Begoña y yo éramos las únicas que nos disputábamos su atención. Siempre nos habló mucho. Sin embargo, hubo muchas cosas de él que nunca dijo. Por ejemplo, casi nunca habló de su infancia. Hoy lo ha hecho. Al hacerlo, además de haberla vivido con él, entendí por qué y cómo ha llegado a ser quien es.
Cada quien, en definitiva, guarda alguna historia muy particular que le marca para siempre. La de papá se llama dedicación, esfuerzo y necesidad de crecer. El, en pocas palabras, cumplió consigo mismo. Luego, también a base de esfuerzo (no sé cuál ha sido mayor) cumplió y sigue haciéndolo con nosotras. Con mis demás hermanos, por supuesto, también.
¿Por qué decir esto? Porque siempre es bueno tener un ejemplo que seguir. El es uno.


Nota: esta artículo fue escrito el 21 de junio de 1999.

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