Cada mañana desde hace un tiempo (obviando Navidad, claro) me levanto tempranito y me voy al Parque Iberoamérica para hacer ejercicios y, a la par de un control alimenticio que no siempre se da, ver si puedo devolver las libras que me "regalé" el año pasado cual presente envenenado.
Cada jornada, normalmente, es de mucha paz. Escuchar a los pájaros cantar, ver la luna resplandecer y descubrir los primeros rayos del sol es relajante y motivador. ¡Nada mejor, quién me lo iba a decir, que levantarse bien temprano e ir despertando junto al nuevo día! ¡Las pilas parecen recargarse solas!
Hoy la jornada no fue tan hermosa como de costumbre. Me levanté bien temprano y me puse en marcha como siempre; llegué al parque, bien oscuro aún, y di mi primera vuelta sin contratiempos. Al inicio de la segunda, como de la nada, apareció Claudio (el nombre lo sabría después, por supuesto), quien me regaló unos buenos días llenos de emoción. Le respondí, como hacemos todos en el parque cada día, con educación y simpatía. Poco después, aunque él corre y yo no, comenzó a caminar conmigo...
Tras destacar que camino muy rápido, cosa que a mí no me lo parece porque hay otros mucho más veloces que yo, comenzó a decirme que nunca deje de ir al parque porque a la pista le hacen falta mis pasos, que ella se siente lastimada y llora con mi ausencia... y a él, por otro lado, le hace falta mi sonrisa (como si yo anduviera de risitas por la vida). Aunque me sorprendió el comentario porque lo había visto correr hacía un rato y no lo recordaba para nada, le di las gracias y comencé a caminar más rápido de lo normal. Pensé que se iría... pero no.
El seguía hablando. Dijo que mi sonrisa era tan brillante como los diamantes que habitan en el fondo del mar. En ese momento tuve un shock ténico y comencé a inquietarme: ¡qué momento para que alguien quiera venir a "cortejarme" sin que yo le hubiera dado pie para ello! A esas alturas, aunque sin comprender aún que la situación podría complicarse, le dije que le bajara algo y que no era para tanto. ¡Oh, pobre de mí: el tipo, en lugar de entender que le estaba sacando los pies (lo que demostraban mis pasos cada vez más raudos), creyó que estaba hablando con una mujer de baja autoestima que no acepta un cumplido!
De repente él tiene un cortocircuito aún mayor y decide pedirme el número de teléfono. Le digo que no tengo teléfono, que se me acababa de dañar. Mi tono es el típico que usamos cuando quieres decir no me jodas pero él no entiende. ¿Cómo es posible que una mujer como tú, blanca, que se ve solvente, no tenga teléfono? No, no tengo, le digo cortantemente para ver si desiste y agrego: aunque tuviera no te lo daría. Simpático, sin reconocer mi quille, decide darme el suyo, me dice dónde trabaja y repite el número para que me lo aprenda.
El seguía ahí. Y comenzó a decir unas tantas cosas, comparó mi sonrisa con la de la Gioconda y yo me comencé a desesperar y a desperar y a caminar cada vez más rápido... hasta que dijo la frase más desesperante: ¡cualquier hombre que te tenga tendría el universo en las manos, yo daría lo que sea por tenerte al menos como amiga!
Después de encender el interruptor del pánico pero intentando guardar las formas para no estallar, decido usar la técnica más vieja para sacarle los pies a un hombre: decirle que es imposible porque estoy comprometida, por lo que no tenía nada qué buscar conmigo y que debía seguir su camino. Ahí pensé que quedaría todo. No fue así. Comenzó a decir que los compromisos pueden romperse, que la vida da muchas vueltas, que le encantan los retos, que bla, bla, bla... ya esas alturas ni lo oía, me ahogaban el ruido de mi respiración y dolor de las pantorrillas con el ritmo tan intenso, hasta que de repente me pregunta su número de teléfono: no te voy a llamar, le digo, ya te dije que estoy comprometida y que no me interesa. Vuelve a preguntar y yo, cual volcán, le grité si es que no entendía que quería que me dejara tranquila, que yo quería escuchar los pájaros cantar, que no me interesaba que nadie caminara conmigo, que se fuera y me dejara en paz: ¡la educación, la decencia, la paciencia... todo se fue al carajo!
A pesar de mis gritos él pide perdón por lastimarme y va a comenzar con otra perorata cuando le digo que no me lastima, que me molesta que me acose, que se largue. Por fin entiende. Dice que a partir de hoy sólo me dará los buenos días. Gracias, le digo, y tomo otro camino para que no joda más. Ya no me sigue. Me deja ir. Entonces me pregunto: ¿por qué los hombres hacen eso? ¿Es que no se dan cuenta cuando a una mujer no le corresponde el cortejo? El tono de voz, la forma en que uno pone distancia, el no mantener contacto visual, el dar respuestas cortantes... ¿no les dice nada? ¿Por qué insisten si uno se niega a dar el número de teléfono? ¿No queda claro que es una forma de decir: ¡hey, no quiero nada contigo!?
Independientemente de las respuestas, y después de haber pasado por una "crisis existencial" gratuita ya que terminé cuestionándome demasiadas cosas, hoy aprendí algo nuevo: si un hombre te molesta, tienes que decírselo de una vez. No se puede aguantar tanto, ni ser tan educada que termines pasando un mal rato sin ninguna necesidad: da igual lo que él piense de ti, ¿qué te importa si al final es un desconocido que te está acosando? ¿Qué clase de hombre puede ser ese?
No sé si es que muchos se han quedado con la idea de que las mujeres cederán a base de presión o de mucho insistir. Si usted es de los que piensa en eso le tengo una mala noticia: una mujer, sobre todo si pasa de los cuarenta, más fácil le coge manía antes de ceder ante el acoso. Por tanto, si una mujer no le corresponde su cheverismo, déjela en paz.
PD Esta foto es de una protesta contra el acoso callejero realizada en Perú.
Genial!!! Mucho duraste. Yo lo hubiese mandado pa'l carajo de inmediato.
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