Cuando supe que se fue me sorprendí. Nunca imaginé que podría estar mal. Se veía bien, saludable, y nada hacía pensar que algo en él estuviera fallando. El miércoles pasado, sin embargo, dijo adiós para siempre. Dos meses después de haber ido al médico, pensando que estaba genial, moría súbitamente por culpa de las cardiopatías que padecía. Algo pasó. Nunca sabremos qué.
Hoy, a cuatro días de la muerte de Marco de la Rosa, de repente me puse a pensar en todas las que cosas que le habrán quedado por hacer y, sobre todo, por decir. Seguramente fueron muchos los te quiero que dejó en el tintero por culpa del montón de trabajo (sin olvidar los compromisos) que tenía como presidente de AES Dominicana.
Como él, muchos se han ido repentinamente en los últimos días. A Claudio Nasco, por ejemplo, le segaron la vida hace casi un mes. Era viernes, su día preferido, y tenía mil planes por delante. Al final, todo se fue a pique.
Ambas despedidas tienen matices muy distintos. A pesar de ello, tienen algo en común: fueron tan repentinas que las hicieron más dolorosas. Las circunstancias fueron totalmente opuestas. El resultado final, sin embargo, fue el mismo: un inesperado hasta siempre que nos obliga a reflexionar.
Hace días me he preguntado qué pasaría si este fuera mi último día. Si mañana ya no estuviera, ¿qué quisiera haberle dicho al mundo antes de irme? ¿Cómo quisiera que me recordaran?
Hasta ahora nunca había pensado en que quizás mañana, literalmente, pueda ser demasiado tarde para todo. Y es que, por aquello de no ser muy mayor, uno siempre piensa que más tarde habrá una nueva oportunidad: creemos que nos sobra tiempo, a pesar de que el tiempo se puede marchar en cualquier momento.
Si mañana no estuviera estoy segura de que me arrepentiría de todos los abrazos que no di, a veces por vergüenza y otras por no importunar, a quienes me quieren y quiero (sobre todo a mi familia); de no haber dicho te quiero muchas veces más y de haber abandonado demasiados afectos en el camino. Pensaría en esas personas a las que herí y no les supe pedir perdón: ¡sería muy triste irse sin haber podido recuperar el afecto de gente que realmente me importaba y era valiosa para mí!
Si mi vida llegara hasta hoy sólo me dolería el dolor de los que amo. No pensaría en los viajes que no pude hacer ni en las cosas que no me compré. Nada de eso realmente importa. Con lo hecho hasta hoy, si así tuviera que ser, estaría conforme: nunca me ha hecho falta el dinero porque la verdadera riqueza está en el corazón y no en los bolsillos.
Al pensar en las cosas pendientes sólo me daría nostalgia por no haber reído más, por haberme incomodado tanto (sobre todo cuando era más joven) y por haber sido irresponsable algunas veces. También me daría pena por las cosas que dejé a medias y por las locuras sanas que me quedaron por hacer.
Si este fuera mi último día estoy segura de que lamentaría no haber aprendido a ser más libre, no saber cómo controlar mi espíritu en algunas ocasiones y, más que nada, haberme olvidado de hacer felices a los que tengo al lado.
Nunca sabremos cuál será nuestro último día. Puede que esté muy lejos o que venga cuando doblemos la próxima esquina. Por eso, aunque nunca había reparado en ello, es importante estar preparados para ello. Antes que nada tenemos que hacer las paces con el mundo y con nosotros. Hay que estar al día con el corazón. Perder el tiempo ya no es una opción. Nuestro último aliento puede ser justo este. No lo desperdiciemos. Que cada segundo sea único, especial, cual si fuera el último. Esa es la gran lección de estas tristes pérdidas. No lo olvidemos.
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