miércoles, 27 de junio de 2012

Una lección que había olvidado...

Buscando cosas viejas encontré una columna del 2004. Bueno, vi muchas. Pero esta me llegó de forma especial. Hecha sueño, fueron palabras de alienta dedicadas a todos los que la pasaban mal en aquel momento. Vale la pena leerlas:
Era una sombría mañana de un día de principios de marzo. Un hombre, apoyado en la pared de un colmado, recitaba versos sin que nadie se detuviera a escucharlo. El barrio, hastiado, no estaba en disposición de aguantar a un loco que gritaba sin cesar.

A dos cuadras de allí, dos señores de mediana edad discutían acerca de los problemas que la sociedad tiene que enfrentar. El precio de la gasolina, la carestía del arroz –también incluyeron el tema de su quema e importación–, la escasez del gas, las amenazas de ANADEGAS, la situación de los haitianos –con Phillippe proclamándose dueño y señor de Haití, por cierto–... eran algunos de los tópicos que concentraban su atención.

Al pasar al lado del señor que pronunciaba frases al aire, ninguno de los dos lo escuchó: ambos estaban demasiado concentrados como para perder el tiempo en alguien que les era demasiado ajeno.

El tiempo fue pasando pero nadie reparaba en el poeta. Él, cansado de tanto olvido, decidió entonces cambiar de sistema: en lugar de decir cosas agradables, se quejaría por todos los males que hay en el país. Así lo encontramos nosotros.

El día que lo vi llevaba barba de seis días y un hambre lacerante en las entrañas. Déme algo de comer, me dijo después que me detuve a escuchar sus quejas. No tenía mucho, pero le di algo. Él risueño, me lo agradeció y me recitó un verso, algo que realmente me sorprendió.

Cuando José, porque así se llamaba, descubrió que me desconcertaba, me explicó que días atrás recitaba versos para vivir. Nadie le ayudó. Buscó un picoteo, aseguró, pero nadie cree en el poder de las buenas palabras. “Por eso he cambiado y ahora lloro, me quejo y me amargo. Dejo ver mis heridas y sufriendo frente al prójimo, algunos llegan a escucharme”.

Su silencio posterior me conmovió tanto que no supe qué decir. Él quería reconfortar, quería ser positivo y regalar el brillo de su sonrisa a todo el que quisiera escuchar las mágicas historias que había aprendido de sus ancestros. Eso no funcionó.

¿Por qué seremos tan masoquistas?, me cuestioné como si fuera yo la culpable de todo lo malo que se dice en este país. No lo sé, le respondí antes de reparar en que yo era tan culpable como los demás: hace tiempo, mucho tiempo, que dejé de escuchar las palabras positivas. En su lugar, me regodeo ante las desgracias y las culpas que puedo enrostrarle a un Gobierno que me es cada día más repulsivo.

Pensando en ello, me quedé con la mirada perdida. ¿Qué piensas?, me cuestionó como si adivinara lo que sentía. Me dio vergüenza, lo reconozco, pero finalmente le externé que yo también me inclinaba hacia las miserias que me rodean.

– Es normal –garantizó–, nadie sabe vivir de las cosas buenas. Debes liberarte, inténtalo al menos alguna vez.

– No sé cómo hacerlo –le respondí con toda la humildad del mundo–.

– Compra nuevos cristales, mira la realidad a través de los colores y no de la oscuridad.

– Cómo podré mirar las cosas a través de unos cristales limpios, cuando el dinero no me alcanza y me faltan fuerzas para enfrentar los avatares de la vida.

– Comienza por obligarte a pensar en positivo cinco minutos al día. Hazlo a la misma hora, como un ritual, y así serás un poco feliz cada día. De esa manera, valorando cada día algo de lo bueno que tienes en la vida, empezarás a ser menos negativa. Después, créelo, irás ampliando el tiempo y serás más feliz.

– Parece algo fácil.

– Claro que puede ser fácil. Aunque seamos trágicos por naturaleza, recuerda que siempre hay algo bueno que decir. Aférrate a eso y serás menos infeliz.

Estaba cerca de obtener la receta de la felicidad cuando de pronto el hombre se marchó, el barrio se diluyó y el día se filtró por mi ventana. Dormía, soñaba y creía. Nada había sido real.

Pensando en el sueño, que recordaba con una nitidez sorprendente, reparé en que alguien me quería dar una señal. Di algo bueno, parecería decirme el viento que soplaba con fuerza y cruzaba toda mi casa. En nombre de él, y de aquellos que intentan ofrecer versos en lugar de tragedias, va esta historia que acabo de narrar. Al hacerlo, les recuerdo que a su lado puede haber alguien que busque un picoteo. No dejen, por si acaso, de escucharlo.

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