Un gran abanico azul se abre. De tela, con dragones dibujados, sirve para abanicar a un hermoso gato blanco. Estamos en Tainán, la segunda ciudad en importancia en Taiwán, y nos disponemos a disfrutar de la noche. Somos tres. Latinos, dispuestos a saborear lo mejor de la movida asiática, hemos encontrado el único bar abierto que había a casi diez calles de nuestro hotel.
Encontrar el barcito no fue empresa fácil. Caminamos, calles arriba, y veíamos que apenas había una que otra cafetería abierta. Entonces, cuando ya nos íbamos a dar por vencidos y estábamos al punto de regresar al hotel, vimos cómo un brillante letrero de Heineken nos saludaba: habíamos dado, por insistentes, con el lugar que realmente queríamos.
Minutos antes habíamos entrado a un establecimiento muy moderno, extremadamente minimalista y oscuro, en el que las sillas luchaban contra la gravedad para mantenerse en pie. Una vez sentados, junto al bar porque era donde había más movimiento, nos dijeron que no había tiempo de servirnos: eran las doce menos cuarto y cerrarían en quince minutos. Aunque decepcionados, ya saben que no nos dimos por vencidos.
El barcito que encontramos no era un lugar precisamente chic. En la acera, un montón de pequeñas mesas de madera se sucedían unas a otras; la gente, ubicada como podía alrededor de esos pequeños cuadrados alrededor de los que colocaba su silla, bebía cerveza con plena emoción. Casi no había espacio para sentarse. Tuvimos que esperar, incluso, que una mesa se desocupara. Eso, sin embargo, nos sabía a poco después de haber dado una gran caminata. Las Taiwan Beer, cerveza local, nos esperaban y eso era lo único que nos importaba.
En cuanto nos sentamos una joven, de esas que parecen no tener una edad indefinida, nos atendió. Hablaba un poco de inglés, para nuestra dicha, y tan sólo sonrió al escuchar cómo pedíamos emocionados la cerveza del lugar. A nuestro lado, tan ruidosos cual si fueran caribeños, un grupo de chicos se reía a más no poder mientras bebían sin poses ni prisas.
Mientras nuestro espíritu se calentaba fuimos descubriendo nuevas cervezas que venían desde lo más recóndito de los rincones asiáticos. Fuimos viajando, siempre a consejo de la dueña del lugar, al calor de nuestros paladares y un ambiente que se animaba cada vez más.
Poco a poco comenzamos a hablar de los hombres. Como habíamos estado bebiendo, la sinceridad fue cada vez en ascenso. Las mujeres, que éramos mayoría, teníamos la voz cantante: nos quejábamos, tal como lo habíamos hecho cuando el grupo era más amplio, de lo difícil que es encontrar a un hombre que se ajuste a nuestros deseos.
Entonces surgió el tema de la edad. Los chicos decían que eso era relativo, que no les importaba demasiado. Nosotras hablamos de experiencias pasadas y decíamos, sin rechistar, que buscábamos a alguien que no llevara mucho. Nunca pensamos en alguien más joven. Fue entonces cuando Xiomara dijo lo siguiente: las mujeres tienen que buscarse un gaperro de su número. ¿Un qué?, dijimos al unísono. La historia es de fábula… chequeen:
“Tengo un amigo que decía que los hombres son como los zapatos. Por eso, cuando vos andás con un hombre demasiado joven, es como que andes con un zapato muy pequeño: se te sale el talón, se te salen los dedos… es andar haciendo el ridículo”.Punto a su favor (por favor, que no se nos olvide ahora que, con el calendario encima, queremos pretender que los años no pesan ni pisan).
Pero, ¿qué pasa si es al revés?
“Si andás con un hombre muy viejo es como que andes con un zapato muy grande, que vas a andar siempre chancleteando. ¿Qué vas a hacer con eso?”.Vas a estar incómoda, te hartarás y dejarás los zapatos tirados. Tampoco es opción.
¿Conclusión?
“En resumen, nada que te sobre, nada que te falte: el zapato tiene que ser en tu número”.Y continúa.
“Ahora, de ahí depende de tu gusto: si lo querés blanco, si lo quieres negro, si lo querés café, si lo querés puntudo, si lo querés tacón grueso”...cada quien con el color, estilo y forma que mejor le plazca (a gustos y personalidades no hay disgustos; da igual si son modernos o anticuados, ese es otro tema).
Con lo del número esclarecido, faltaba lo mejor: ¿qué es un gaperro? Anoten bien, como lo hice yo a pesar de que esta historia data de hace unos años atrás (la encontré a medio escribir y la retomé anoche porque es demasiado buena para no compartirla).
Sigue Xiomara….
“Bueno, yo he tenido gato y he tenido perro. Mi experiencia con el gato es que es demasiado independiente, tan independiente que se olvida de que tiene su casa. Y yo vivo tan ocupada que llego a mi casa y, si alguien no me recuerda que depende de mí, si alguien no me recuerda eso, yo puedo olvidarme fácilmente que existe. Entonces necesito que alguien me lo recuerde constantemente”.Hombres como estos, con comportamiento felino, abundan. Pero al final uno termina pasando de ellos. A veces no es por olvido sino por falta de atención. Pero sigamos, ahora con los perros:
“si es alguien extremadamente dependiente, como son los perros, a los que tienes que darles de comer, bañarlos y hasta sacarlos a cagar, entonces resulta que esa dependencia se te vuelve una asfixia extraordinaria”.Oh, de los machistas que buscan en la mujer quien les resuelva la vida. Descartados.
“En resumen, el hombre no puede ser ni tan dependiente de vos que te sofoque ni tan independiente que te olvide. Tiene que ser entonces una cosa intermedia, que es como lo acaba de definir nuestro amigo costarricense ahorita: tiene que ser un gaperro. Y he ahí manita el consejo: tiene que ser un gaperro en su número. Ese es el hombre perfecto”.Equilibrio. En esa palabra, en resumen, se traduce la felicidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario