Hoy cuando se rompió el penúltimo plato pequeño me dio un poco de tristeza. Mi vajilla de todos los días está muriendo. Pocas piezas las he roto yo. De cualquier manera, ella se va despidiendo. Apenas queda algo de aquellos bonitos platos y tazas que me han acompañado los últimos doce años. Al sentir nostalgia por esas piezas, que serán reemplazadas por la vajilla "especial" que casi nunca uso porque hace más de diez años que dejé de hacer aquellas super comidas de ocasión, recordé la historia de esa vieja vajilla que llegó a mi vida en una Navidad de mediados de los años 90's, cuando tenía 20 y pocos años (muy pocos) y lo último que pensaba era en tener utensilios de cocina.
Por aquella época la idea de casarme me daba casi tanta grima como los oficios de la casa. En aquel tiempo sólo pensaba en salir y divertirme, algo que amaba de veras, así como entretenerme escribiendo pendejadas que cobraban vida en el periódico. Vivía casi del cuento, literalmente, porque solía escribir muchas historias de ficción. ¡Era feliz (no es que ahora no lo sea, que conste)!
Cuando llegó esa vajilla, aunque era hermosa, para mí significó una verdadera agresión. ¿Cómo alguien que me conocía, que sabía que estaba muy lejos de casarse, me regalaba eso en un angelito? Me ofendí. Confieso que me molesté tanto que no agradecí el regalo. Producto de ello, como además vivía con mamá, guardé la vajilla en un estante grandísimo que había en la oficina de mi jefe y me olvidé de ella. Ya la rescataría algún día, me dije, cuando la fuera a utilizar... y así, olvidada, quedó.
Mi historia
Llegué a Santo Domingo hace muchos años. Iba a una tienda en la que vendían cosas preciosas, según me contaron los señores que me vendieron, así que estaba segura de que terminaría en una casa en la que tuvieran buen gusto. Me cuidarían, soñaba, y eso me hacía feliz porque quería vivir muchos años. La idea de despedazarme pronto, y acabar en el vertedero como mis antepasadas y hermanas, me daba terror.
Al ver la tienda me alegré muchísimo. Me colocaron en un lugar en el que veía la más fina cristalería y bellos artículos de decoración. ¡Daba un gusto tremendo estar ahí! Tanto amaba ese lugar que no me importó ver cómo mis hermanas gemelas se iban marchando poco a poco. Ya sabíamos de antemano que lo más probable es que acabáramos en casas distintas y, por ello, hace tiempo que me había hecho a la idea. ¡Tenía tan poca prisa de irme de allí!
También debo reconocer que tenía miedo, mucho miedo. Cada parte de mi cuerpo es tan frágil que me atemorizaba no saber cómo recibiría la caricia de cada alimento sobre mí. ¿Me quemaría cuando estuviera caliente? ¿Me dolería que pasaran los cubiertos sobre mi piel? ¡Aunque esa primera vez me llenaba de ansias esperaba que no llegara rápido!
Fui la última en irse de la tienda. Me compró un señor, cosa habitual porque los señores viven regalándonos a las señoras, y me llevó directo a su casa. No me destapó, me dejó en una esquina y tuve que esperar un par de días hasta que me cargara de nuevo. Era Navidad. Me llevó a un almuerzo, a un angelito como les llaman aunque no es más que un intercambio de regalos (estos humanos tienen unas cosas...) y me dejó sobre una mesa. ¡Cuánto gozaban esa gente! Reían, bailaban, cantaban... pensé que esa jarana no se acabaría nunca. Pero acabó. Y me tocó irme con una niña de muy malhumor, que tiraba unas pestes insoportables y se creía el centro del mundo. ¡Qué dura sería mi vida al lado suyo!, pensé con resignación.
La vi poco tiempo. Tras salir de la fiesta me depositó en un rincón de un armario, sin siquiera sacarme de la caja, y cerró la puerta. Al principio pensé que sería algo temporal y que pronto volvería por mí. Pasó mucho tiempo para que eso sucediera. A veces, cada tanto, ella abría la puerta, colocaba algo al lado de mí y la cerraba de nuevo; en otras ocasiones sacaba algo o movía cosas pero nunca me habló ni me acarició: me miraba, hacía una mueca y me olvidaba. ¡Cuánto desprecio tuve que aguantar! ¡Yo, que me creía cautivadora por mi belleza, era dejada en un rincón!
Pasaron muchos años. No sé cuántos, hasta que ella vino un día a buscarme. ¡Estaba feliz! Decía que se mudaba, que tendría una casa y que había llegado el momento de sacarme de allí. ¡Por fiiiiiiiin!, dije y volví a sentirme viva después de haberme marchitado en la oscuridad de ese armario. ¡Iba a saber lo que era estar con la gente, ser necesaria, usada, admirada! ¡Ya casi había olvidado para qué fui creada cuando vinieron a buscarme!
Con alegría me fui con ella. Duré un par de días en el carro pero eso era mil veces mejor que el armario, definitivamente, así que ni siquiera me molestó el calor que tuve que pasar hasta que por fin me llevaron a mi nueva casa. Salir de la caja fue extraño. Tenía muchos años acomodada ahí, sintiéndome protegida por ese cartón que me abrazaba, me escuchaba y secaba mis lágrimas cuando me desesperaba por mi encierro. Le dije adiós, con tristeza, pero nos confortamos al saber que había tenido una vida mucho más larga que el resto de sus familiares: ¡nadie había durado tantos años invicta!
Cuando me colocaron en las estanterías no lo podía creer. ¡Tenía dos tramos para mí, mi casa era super amplia! Junto a mí, un poco más apartados, vasos de todos los tamaños y algunos recipientes para colocar comida. ¡Qué familia más grande tenía de repente, cuántas cosas viviríamos todos juntos, en esa amplia mesa que habitaríamos durante diez años! ¡Qué felices fuimos durante esos encuentros familiares y cuántas soledades tuvimos que reconfortar!
Mi vida ha sido larga. Hace un poco más de doce años que salí de aquel armario. He visto muchas historias nacer y morir. Amistades, encuentros y desencuentros. Y hoy estoy muriendo. Partes de mí se han ido rompiendo en el camino. Quedan algunas piezas intactas pero ya están incompletas. Sé que dentro de poco tiempo tendrán que reemplazarme. Pero soy feliz. He cumplido más allá de las expectativas de cualquiera. Pocas duran tanto. Mucho menos cuando eres la de todos los días, la del desayuno, la comida y la cena. Ella, aunque al principio no me quería, me cuidó con esmero. Sé que me quiso. He visto sus lágrimas por mí. Los años la han cambiado. Qué raro es verla llorar por algo así. Sé que se repondrá. Por eso me iré feliz. Es tarde. Creo que me iré a dormir. Tal vez otro día les cuente cómo fueron mis inicios. Hoy me tengo que ir. Gracias por escucharme. Con cariño,
Vajilla
Recordar aquella vajilla olvidada, justo después de haberla disfrutado tanto, me hace pensar en esa gran cantidad de cosas que no somos capaces de apreciar. Puede que muchas veces no sea nuestra culpa, sino que llegan en el momento equivocado: te pueden dar un tesoro pero, si no te interesa en ese instante, nunca serás capaz de darte cuenta de lo que tienes en las manos. Hoy reparo en ello. ¡Qué injusta fui con el amigo que me hizo el regalo y con el regalo mismo! ¡Qué dura fue mi reacción y qué estúpida era! No me costaba nada agradecer el gesto, entender que él quería agradarme (y que me regaló algo que suele ser "natural" para las mujeres porque la mayoría sólo piensa en casarse) y guardar la vajilla con alegría para cuando la necesitara!
Hay lecciones, como esta, que uno solo aprende con el tiempo. Y a veces, tristemente, tienen que pasar años antes de que las cosas encajen y entendamos algunos porqués. Por suerte siempre habrá alguna vajilla que nos haga aterrizar. Que nos muestre, de la forma más tonta, que todo tiene su momento y que jamás debemos despreciar nada.
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