Estoy en la Santiago, un poquito después de la Socorro Sánchez. Voy hacia la Delgado y el semáforo de la Hermanos Deligne está en rojo. Aunque la calle en ese tramo es de doble vía, de repente deja de serlo: un señor, al que le asaltó una "prisa presurosa" (asumo yo), entró en pánico y fue incapaz de ponerse a la cola de los seis o siete carros que había delante suyo. Por ello, nos rebasa a todos por la izquierda, ocupa el carril de la vía contraria, detiene el tránsito de esa vía y, cuando el semáforo cambia, obliga a detenerse al que está a su derecha; él tiene que cruzar, adelantarse, irse... su tiempo vale más que el del resto, nada se puede interponer entre su mundo y el nuestro.
Un poco más adelante, en la calle Pasteur, otro carro decide rebasarme por la izquierda para cruzar la luz roja. Tampoco tiene tiempo de esperar, al parecer, unos pocos segundos.
Intento olvidar las dos escenas anteriores. Será imposible. Más adelante, en la Delgado con Independencia, veo cómo tres carros giran a la izquierda a pesar de la luz roja. ¡Es demasiado para un día, me digo! ¿Será que nos estamos volviendo completamente locos? ¡Todo esto en menos de veinte minutos!
Respiro. Intento tranquilizarme y borrar la indignación que me asalta. ¿Pueden empeorarse las cosas? No, si al final sólo me resta llegar hasta la Arzobispo Meriño para llegar a mi destino. Canturreo, mientras me acerco a la Padre Billini, y olvido.
No llegué lejos. A unos metros veo una jeepeta mirando en dirección al oeste, es decir, en vía contraria. Es una chica que quiere salir de un estacionamiento y me hace señas para que le permita cruzar: quiere robarse un trocito de calle. Yo, siempre correcta, le dije que no, que era una vía y que lo que quería hacer estaba prohibido. Me acomodo en el carro a esperar que ella retroceda un poco para poder cruzar. Ella se incomoda, mira a ambos lados y, como por fortuna la condenada manejaba muy bien, cruzó por el pequeño espacio que había entre mi carro y otro que estaba estacionado frente a ella.
Tras pasar, la chica me regaló un par de maldiciones. Había cometido una afrenta contra ella. Por civilizada, aunque suene extraño, terminé siendo la indecente. ¿Cómo es posible que yo sea tan perra de no cederle el paso para que viole las leyes de tránsito? Regalándome una mirada de odio y arrogancia, con todo el desprecio que se puede sentir, ella se fue con sus veintitantos encima. Al hacerlo, me dejó con una terrible sensación de tristeza: qué duro es ver cómo se comportan algunos de los que nos relevarán en el futuro.
Todo lo que les cuento sucedió el viernes pasado, en un espacio de media hora. Eran poco más de las cinco de la tarde. Por tanto, como pueden figurar, aún me faltaba lidiar con los idiotas que se irían en rojo en horas de la noche, cuando ya parece que lo anormal es esperar que la luz cambie.
No sé qué nos está pasando. Cada vez son más frecuentes las violaciones a las leyes de tránsito. También son más agresivos los conductores que quieren pasarnos por encima. Varias veces me he encontrado de frente con gente que está dispuesta a chocarme en la José Contreras con Alma Mater, a pesar de que yo voy en la dirección correcta: ellos entienden que tienen todo el derecho del mundo a salir de La Sirena en vía contraria.
También es preocupante ver que es cada vez más normal que los conductores se vayan en rojo a cualquier hora del día. Ahora la costumbre es mirar a ambos lados y, si creen que les da tiempo a meterse, cruzan sin importar el color de la luz de los semáforos. Lo grande es que cuando eso sucede nunca hay un Amet cerca: los agentes sólo están en las grandes calles, donde no son necesarios, dirigiendo un tránsito que al final sólo caotizan. ¿Cómo vamos a terminar? Me da miedo responderme.
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