viernes, 25 de noviembre de 2011

Si te ves en este espejo, muévete ya


Un día quise vestirme de olvido para no sentir. Había llenado páginas enteras contando cómo las lágrimas protagonizaban mis días. No sabía cómo huir de ahí. Después, al hacerlo, quise desterrar todo aquello.

Hoy toca recordar lo vivido. Pero no lo haré desde el espejo de una víctima porque, sin temor a equivocarme, me sienta mejor el papel de una mujer que logró escapar de sí misma y de lo que vivía.

El nunca me golpeó. Jamás lo hubiese hecho. No es ese tipo de hombre. Gentil, simpático y sosegado, es la clase de persona que nunca alza la voz. Bueno, casi nunca.

Su personalidad jamás haría pensar que él podría provocar alguna lágrima. Las primeras, en efecto, llegaron de la mano de la rutina. Entonces él empezó a dejar de ser cariñoso, no quería salir conmigo y por cualquier cosa dejaba de hablarme. A partir de ahí, a golpe de indiferencia, comencé a perderme.

Después surgieron los desencuentros. Sus culpas eran mis culpas. Mis errores se multiplicaban por mil y, con cada uno de ellos, venía un nuevo silencio. Podían ser dos, tres días. Daba igual. No había forma de hablarle ni de que entendiera mis puntos de vista. Yo simplemente no existía.

Una de las pocas veces que dejó ver su enojo elevó la voz. Confieso que sentí miedo. Pensé que me golpearía. Y lo provoqué. No quería que me hiciera nada. Por eso, lejos de humillarme, lo invité a que se desahogara pero le advertí que si lo hacía le iba a ir mal. Silencio. Días sin hablar. Todo volvió a comenzar.

A pesar de que ese pudo ser el fin, las cosas no quedaron ahí. Hubo conversación, reconciliación, días de perfecto estar. El dolor quedaba atrás y nada parecía bajarme de la nube en la que me encontraba. Hasta un día. Poco a poco, no sé cómo, volvieron la rutina, los desplantes... las lágrimas.

Fueron esas lágrimas las que terminaron haciéndome entender que algo no andaba bien. Lo que vivía no era normal. Pero tuve que escucharlo de alguien más. La presión del momento, unida a la complicada situación económica de entonces, no me permitía ver más allá de mis narices.

Cuando vi la realidad mi mundo se desmoronó aún más. No sabía qué hacer. Creía que no tendría más salida. ¿Cómo liberarme si no tenía los medios para ello?...

Quizás esta historia te sea famliar. Si es así, permíteme hacer ahora algunas correcciones. La rutina, por ejemplo, no fue la que llegó primero. Antes de que ella apareciera, cuando aún era dueña de mí, hubo una lucha desmedida por el poder. Cada cual quiso imponer sus condiciones, su forma de entender las cosas, y yo fui reduciéndome sin darme cuenta.

Desde ese instante pasé a ser culpable de lo que salía mal. Aunque no era la causante de todo lo que pasaba, él siempre buscaba un hilo conductor (a veces de lo más peregrino). Cada episodio traía consigo un nuevo silencio.

Sacudirse no fue fácil. Necesité ayuda. Y la tuve. Con decir lo que pasaba la nube comenzó a disiparse. En cuanto terminamos los trozos de mí que fueron quedando atrás comenzaron a fundirse de nuevo. Me recuperé, seguí adelante y todo fluyó. Hoy soy feliz.

¿Por qué digo todo esto? Más que un exhorcismo, porque ese ya lo hice hace tiempo, lo que quiero es ser una voz que te demuestre que es posible caer pero, más importante aún, levantarse. Si hoy lloras por culpa del "amor", no calles: busca ayuda. Tu familia, tus amigos, las instituciones que velan por las mujeres... hay lugares a los que acudir. Eso te puede devolver la sonrisa si, como en mi caso, se trata de alguien que no golpearía a nadie. En caso de que sí sea capaz de hacerlo, podría salvarte la vida. Todas las mujeres que han muerto a manos de sus parejas o ex parejas han vivido antes una situación como la que acabo de describir. Si te ves en ese espejo, piensa en el mañana. ¿Quieres disfrutarlo? Muévete ya.

PD: Si quieres leer más sobre el tema, este es un excelente blog que habla sobre la violencia de género: http://maltratoalamujer096.blogspot.com/

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