viernes, 25 de septiembre de 2015

¡Nada!

Hay días que, al levantarte, saben a nada. Amanece lloviendo, como hoy, y te dices: ¡qué bonito, con lo nostálgicos que son estos días! Sales rápido, antes de que te atrape un nuevo aguacero, un tapón, más amets... la locura de un día normal -o casi- en Santo Domingo.

Entonces descubres que es un día extraño. Mucha gente se ha ido. Hay menos prisa en la ciudad y, aunque es un día como cualquier otro, es evidente que muchos se han pasado las obligaciones por el forro (colegio de los peques incluido) y se han largado a uno de esos tantos rincones espectaculares que tiene el país. Y yo... ¡trabajando (como tú, que estás leyendo esto)!

De repente, ya con medio día liquidado, te dices: yo debería escribir algo, sentarme aunque sea a desentumecer los dedos porque en días grises el aire de la oficina mete miedo; entonces caes en que no se te ocurre ¡NADA!

Pese a ello, abres la página del blog y comienzas a tirar una palabrita detrás de otra. No dices nada, porque estás en un ejercicio de plena superficialidad (eso de escribir cosas inteligentes y elocuentes no se da por sentado, jajajaja), pero estás escribiendo. ¿Qué nadie lo lea? ¡Da igual porque al final esto es un mero desahogo que dentro de unos años sólo servirá para que me ría de lo idiota que soy hoy -cuántos golpes en el pecho se da uno cuando lee lo que escribió ayer-!

Tal vez la moraleja del día de hoy debería ser que cuando uno no tiene nada qué decir no debe escribir nada. Pero, ¿realmente hay que callar cuando no se va a decir nada espectacular? ¿Qué pasaría si aplicamos lo mismo a la vida? ¿Se imaginan que, por no tener planes, no hagamos nada? ¿Por qué sólo le exigimos cosas grandiosas a las palabras? ¿No es acaso la palabra un ejercicio igual que el de la vida?

La mayoría de nosotros (al menos yo) vive sin un plan determinado. Normalmente dejo que la vida pase -tal vez sea un error- y traiga lo que tenga que traer. No sé seguir una agenda, planificarlo todo, saber qué va a pasar cada segundo de la vida: ¡tenerlo todo cuadrado debe ser tan aburrido!

Con las palabras suele pasarme igual. Aunque soy de las que piensa lo que va a decir, imaginando conversaciones todo el tiempo, a la hora de la verdad no digo nada de lo que imaginé: el momento es el que lo traza todo. Eso pasa, también, al escribir: las palabras van saliendo, como les inspira y por eso en ocasiones como esta sólo divago. Ay, ¡pero qué bueno es sentarse frente a una computadora y no escribir nada! Es, al final, como un ejercicio de liberación: no piensas, te entretienes y matas de buena gana algunos minutos. A veces hay que hacer saltos en el camino y, para no hacer nada, mejor escribir algo aunque sepa... ¡a nada!

martes, 15 de septiembre de 2015

La constancia tiene que ser un estilo de vida

Hoy cuando me miré al espejo me dio pena ver lo que he hecho conmigo. Meses de esfuerzo, de disciplina, se fueron al carajo cuando me dejé "arrastrar" por los pretextos y la comodidad. ¡Qué fácil es perder el tino, cómo se disfruta comiendo sin control y dedicando un par de horas más a dormir!

La vagancia es un éxito, la verdad, hasta que... ¡un buen día la grasa cuelga de la pretina del pantalón (tan apretado te queda que casi tienes que "sumirte" para abrocharlo)! En ese instante, cuando te avergüenzas de tu cuerpo, vienen a la memoria los platos degustados, los momentos compartidos y, aunque sabes que lo has pasado muy bien, la culpa aparece inexorablemente.

Entonces, mirándote con cara de disgusto y loca por reclamarte pero sin poder hacer demasiado porque no te vas a flagelar, tomas nueva vez una decisión firme: hay que volver a ponerse en forma, haciendo hasta lo indecible -sin exagerar, por supuesto- por encontrar el cuerpo perdido. ¡Qué difícil es saber que estabas donde debías y, por dedicarte a la chercha, lo perdiste todo!

Mi historia es la historia de muchos. Tal vez tú, que lees estas líneas, estás muerto de la risa en este momento. Sí, es fácil reflejarse en mi espejo: ¡es tan normal perder la línea por descuido! ¿Cuántas veces no nos ha pasado lo mismo en el transcurso de nuestra vida?

Pensar en lo que hemos hecho o dejado de hacer, cuando no tiene remedio, ya no tiene sentido. Por ello, sólo queda volver los pasos y conseguir, nueva vez, la meta. ¿Cómo? Con la única clave que existe para alcanzar el éxito: la constancia.

¿Se imaginan qué diferente habría sido mi casi si, aunque pecara alguna vez, hubiese seguido con la rutina de ejercicios y comiendo con control? Sí, sí, lamentarse no sirve de nada pero es bueno pensar en todo lo que podríamos evitarnos si hacemos las cosas que corresponden; es como cuando tenemos nuestra casa en desorden: llega a ese punto porque empezamos a dejar cosas tiradas por doquier, en lugar de regresarlas siempre a su lugar.

La inconstancia es la madre de todos los fracasos. Lo tenemos claro, clarísmo, pero la abrazamos uno y otra vez. ¿Será que somos masoquistas? Tal vez porque, la verdad, es difícil entender que vivamos en un eterno y absurdo vaivén: ¡como si no fuera más complicado recomenzar de cero!

Hoy me he dado mil golpes en el pecho. He recordado aquellos instantes en los que me decía "Maaaaarieen, si sigues así vas a terminar mal" y, posteriormente, no me ha quedado otra opción que bajar la cabeza ante el "te lo dije" que he tenido que decirme (ah, sí, yo me echo mis boches).

Deliro. Sí, como de costumbre, deliro. Yo iba a escribir del éxito pero en el camino me he entretenido con las libras. Pero, ¿al final el peso no es un tipo de batalla? Si lo pensamos bien la vida es como el peso: una vez pasada la época en la que te lo dan todo (en la vida tus padres y en el peso el metabolismo de la juventud), tienes que fajarte para conseguir las cosas y, una vez las has logrado, debes luchar para mantenerlas. Todo, al final, se traduce en constancia y disciplina. ¡Nada es gratis ni fácil! ¡Lo único que funciona es hacer de la perseverancia un estilo de vida!


PD. La ilustración corresponde al cuadro "Mujer frente al espejo", de Pablo Picasso.