jueves, 27 de agosto de 2015

Por ese dolor que tanto duele

Hoy comencé el día llorando. Cuando abrí el Facebook mi alma quedó destrozada. "¡Dramático! Adolescente de 17 años que sobrevivió de milagro no podrá concebir", fue lo primero que leí al entrar. El titular, de Noticias SIN, me dejó tan perpleja que me hizo olvidar, por un momento, cuánto me dolía el dolor de esa chica. La indignación pudo más que lo demás.

No entendí cuál es la necesidad de contar en un titular que una adolescente, desesperada porque está embarazada y cree que ha tronchado su vida, jamás podrá concebir. ¿Hay derecho a que todos sepamos algo que debería manejar la familia? ¿Y si ella aún no lo sabe y pone, de repente, el noticiero? ¿No es, además, demasiado cruel que ella tenga que cargar públicamente con el estigma social de lo que en RD significa no poder tener hijos?

Este caso duele de muchas maneras. La historia es desgarradora desde principio a fin. Por un lado tenemos a una chica muy joven, muy asustada y muy perdida que entiende que debe acabar con su vida porque un embarazo, evidentemente no deseado, acabó con todos sus sueños. Ese embarazo nunca debió ser. Pero, ¿alguien habló alguna vez con Estany? ¿Alguien le dijo lo que podía pasar teniendo relaciones prematrimoniales, sin protección alguna, a tan corta edad? Es evidente que no. De haberlo sabido, ella jamás habría quedado embarazada.

Su embarazo, y la forma en que ella quiso acabar con él, nos obliga a poner la mira en lo que están viviendo nuestras jóvenes. Esa chica tomó una decisión brutal, lo que indica hasta qué punto llegaba su desesperación: cuando alguien decide que morir es su mejor opción es porque lo ve todo demasiado negro. ¿Cuántas muchachas más podrían estar en la misma situación? Si caer en el tema del aborto, que es otra discusión, esto debería obligarnos a hablar de esta realidad.

Dejemos el porqué de su decisión a un lado. Al final es algo que ella deberá trabajar, con mucha ayuda psiquiátrica, y superar. Pero también deberá superar el que su vida se haya expuesto de esa manera. Todos sabemos hoy quién es, qué hacía, por qué sufría, cómo ha quedado, qué podría ser de ella. Sabiéndolo, la hemos matado: es difícil que pueda rehacer su vida y olvidar porque su imagen estará, toda la vida, en todos los medios y todas la redes.

¿Es justo lo que le hemos hecho? Tal vez peque de sensiblera (sobre todo porque soy periodista) pero a mí, la verdad, me ha dolido mucho ver todo lo que se ha dicho. Leer la carta que dejó. Saber que no quería a su bebé, que no podrá parir... esas cosas debieron, creo yo, quedar en familia.

Si ya era difícil superar la imagen de su cuerpo tirado en el asfalto, con la sangre al rojo vivo como protagonista, fue demoledor descubrir todo lo demás: el parte médico y sus propios sentimientos. Aunque confieso que caí en la trampa de leer lo que se publicó, algo que tal vez no debí hacer, me pregunto: ¿hasta qué punto, en este tipo de casos, la sociedad tiene que saberlo todo?

Como suele suceder en estos casos, entre ayer y hoy nos hemos pasado las horas condenando a los medios, sobre todo los digitales y los noticieros de televisión, por el trato que le hemos dado. Esto, aunque se ha dicho mil veces, debería llevarnos a discutir cómo deberían ser las coberturas de este tipo. ¿Por qué no nos ponemos todos de acuerdo? ¿Por qué no hacemos del respeto una norma? La dignidad siempre debería estar primero.

El caso de Estefany, además, ha puesto en evidencia lo mal que está nuestra sociedad: hoy todos aplaudimos a Luis Carlos Jiménez Hernández por socorrerla y acompañarla, evitando que la atropellaran, que no es más que lo que correspondía hacer en este caso. Muchos dicen que es un héroe cuando solo es un ciudadano que se comporta como tal. ¡Qué duro es que nos sorprenda que alguien haga el bien porque estamos acostumbrados a que sea lo contrario! Muchos de los que se detuvieron en el lugar se dedicaron a tomar fotos, video... todo un recuerdo para subir y compartir. ¡Qué cruel es la sociedad de hoy día! Ese es otro gran dolor. ¡Qué pena que la tecnología nos haya hecho tan crueles!

lunes, 24 de agosto de 2015

Tres años de mucha propaganda

Cumplidos los primeros tres años de Gobierno, hemos aprendido unas cuantas lecciones. Una de ellas, tal vez la principal, es el poder que tiene la propaganda: con un equipo de relaciones públicas envidiable, el Gobierno se destaca por las eficientes campañas de promoción que realiza cada día, invadiendo dulcemente nuestros espacios con historias vestidas de color que provocan sonrisas en los más incautos.

Su eficiencia es indiscutible. Saben cómo trabajar, cómo manejar la imagen del Presidente y lograr, como si fuese de forma espontánea, que todos hablemos de él. El equipo es grande -y por momentos se agranda más a golpe de rescatar desempleados- y está diseminado por todas partes: el Dicom hace tiempo que les quedó pequeño.

Hoy recibimos tantas notas de prensa de instituciones del Estado que muchas veces las obviamos. De ponerlas todas los periódicos no le ofrecerían nada más a sus lectores: la maquinaria trabaja bien, alineada y engrasada, y se mantiene en constante movimiento. No hay un día de la semana en el que no llegue una gran historia: hasta las tragedias del 911 se han convertido en hermosas y llamativas narraciones -aunque muchas veces no tienen ninguna esencia-.

La llegada de Danilo Medina ha marcado un nuevo estilo en la Presidencia de la República. Aunque es un presidente distante, a nivel de la prensa que cubre el Palacio, eso nunca se nota: las informaciones fluyen, cual si salieran de un manantial, de las oficinas del Dicom; ¡quién diría que hay días en los que los periodistas llegan de su fuente sin nada en las manos!

Alérgicos a las entrevistas, la mayoría de los ministros ha copiado el ejemplo de Palacio: envían sus notas, interesadas, y pocas veces están prestos a ser entrevistados. Los funcionarios medios, tal vez orientados por sus jefes, también han hecho del silencio su norma: ¡qué difícil es lograr que hablen!

Pero ahí no queda todo. Con anuncios en la mayoría de las páginas digitales y blogs que publican/reproducen noticias, el Gobierno se ha destacado por masificar la publicidad estatal. Ya no es cosa de grandes medios, como antes: el pastel se ha repartido pero, al hacerlo, también se han conquistado muchas lealtades que han sido puestas a prueba en más de una ocasión.

Así las cosas es mucho el dinero que se invierte para decir lo que se hace y/o para vender una ilusión de lo que se está haciendo (recursos que hacen falta para otras cosas, por demás). Tan democrática es la inversión/gasto en publicidad que muchas voces se han rendido ante la magia de las ejecutorias de este maravilloso Gobierno.

Cual si estuviese poseída, hay gente que parecería dedicarse exclusivamente a replicar y reproducir los contenidos que son creados para promover a Danilo. Una parte de esas personas ni siquiera cobra nada por hacerlo. Y ahí radica la grandeza de la propaganda gubernamental: convence a la gente que, a su vez, se convierte en promotora de las campañas que se gestan en el seno del Gobierno.

De prisas y animales o cuando la ciudad se convierte en una selva

Estoy en la Santiago, un poquito después de la Socorro Sánchez. Voy hacia la Delgado y el semáforo de la Hermanos Deligne está en rojo. Aunque la calle en ese tramo es de doble vía, de repente deja de serlo: un señor, al que le asaltó una "prisa presurosa" (asumo yo), entró en pánico y fue incapaz de ponerse a la cola de los seis o siete carros que había delante suyo. Por ello, nos rebasa a todos por la izquierda, ocupa el carril de la vía contraria, detiene el tránsito de esa vía y, cuando el semáforo cambia, obliga a detenerse al que está a su derecha; él tiene que cruzar, adelantarse, irse... su tiempo vale más que el del resto, nada se puede interponer entre su mundo y el nuestro.

Un poco más adelante, en la calle Pasteur, otro carro decide rebasarme por la izquierda para cruzar la luz roja. Tampoco tiene tiempo de esperar, al parecer, unos pocos segundos.

Intento olvidar las dos escenas anteriores. Será imposible. Más adelante, en la Delgado con Independencia, veo cómo tres carros giran a la izquierda a pesar de la luz roja. ¡Es demasiado para un día, me digo! ¿Será que nos estamos volviendo completamente locos? ¡Todo esto en menos de veinte minutos!

Respiro. Intento tranquilizarme y borrar la indignación que me asalta. ¿Pueden empeorarse las cosas? No, si al final sólo me resta llegar hasta la Arzobispo Meriño para llegar a mi destino. Canturreo, mientras me acerco a la Padre Billini, y olvido.

No llegué lejos. A unos metros veo una jeepeta mirando en dirección al oeste, es decir, en vía contraria. Es una chica que quiere salir de un estacionamiento y me hace señas para que le permita cruzar: quiere robarse un trocito de calle. Yo, siempre correcta, le dije que no, que era una vía y que lo que quería hacer estaba prohibido. Me acomodo en el carro a esperar que ella retroceda un poco para poder cruzar. Ella se incomoda, mira a ambos lados y, como por fortuna la condenada manejaba muy bien, cruzó por el pequeño espacio que había entre mi carro y otro que estaba estacionado frente a ella.

Tras pasar, la chica me regaló un par de maldiciones. Había cometido una afrenta contra ella. Por civilizada, aunque suene extraño, terminé siendo la indecente. ¿Cómo es posible que yo sea tan perra de no cederle el paso para que viole las leyes de tránsito? Regalándome una mirada de odio y arrogancia, con todo el desprecio que se puede sentir, ella se fue con sus veintitantos encima. Al hacerlo, me dejó con una terrible sensación de tristeza: qué duro es ver cómo se comportan algunos de los que nos relevarán en el futuro.

Todo lo que les cuento sucedió el viernes pasado, en un espacio de media hora. Eran poco más de las cinco de la tarde. Por tanto, como pueden figurar, aún me faltaba lidiar con los idiotas que se irían en rojo en horas de la noche, cuando ya parece que lo anormal es esperar que la luz cambie.

No sé qué nos está pasando. Cada vez son más frecuentes las violaciones a las leyes de tránsito. También son más agresivos los conductores que quieren pasarnos por encima. Varias veces me he encontrado de frente con gente que está dispuesta a chocarme en la José Contreras con Alma Mater, a pesar de que yo voy en la dirección correcta: ellos entienden que tienen todo el derecho del mundo a salir de La Sirena en vía contraria.

También es preocupante ver que es cada vez más normal que los conductores se vayan en rojo a cualquier hora del día. Ahora la costumbre es mirar a ambos lados y, si creen que les da tiempo a meterse, cruzan sin importar el color de la luz de los semáforos. Lo grande es que cuando eso sucede nunca hay un Amet cerca: los agentes sólo están en las grandes calles, donde no son necesarios, dirigiendo un tránsito que al final sólo caotizan. ¿Cómo vamos a terminar? Me da miedo responderme.

domingo, 23 de agosto de 2015

Como Franchesca, todos estamos en peligro

Cuando veo una patrulla policial, generalmente, tiemblo. Si me detienen es aún peor: ¿saldré ilesa de aquí?, me pregunto mientras le hago caso al oficial de turno en un intento de no perecer por ponerme de necia. Hasta el momento no ha pasado nada: ven que es una mujer al volante y sólo atinan a decir "váyase, doña", dejándome con el mal sabor del susto y de sentirme, inefablemente, mayor.

Al dejar a la patrulla detrás, aunque a veces me siento mal por dejarme embargar por un miedo que a veces suena hasta irracional, siempre llega el alivio. También la indignación: ¿cómo es posible que uno viva en un lugar en el que le tema a la autoridad? ¿Cómo hemos llegado a un nivel de degradación tan terrible?

Es desolador saber que los hombres a los que les pagamos para cuidarnos son los mismos que nos lastiman, que destruyen nuestros sueños y que nos roban hasta la vida misma. La última víctima de ellos fue una chica de rostro dulce, con apenas 19 años y que, paradójicamente, estudiaba periodismo porque quería contribuir a mejorar la sociedad.

Ver la sonrisa de Franchesca Lugo Miranda en todos los periódicos de ayer fue desgarrador. Apenas comenzaba a vivir, le faltaba casi todo por hacer pero no, no la dejaron: fue asesinada por dos policías y un expolicía que querían robar un carro para "cumplir con un encargo"; ¡eran ladrones!

¿Cuántos más, como los rasos Emilio Alexander Suazo Suazo y José Manuel Piña Marte, así como el expolicía Joan Manuel Genao de la Rosa, andarán delinquiendo por las calles de la ciudad? ¿Cuántas personas más caerán víctimas de sus balas, presas de la ambición desmedida que les lleva a ser representantes de "autoridad" de día y delincuentes de noche?

La muerte de Franchesca duele y duele demasiado porque nos repite, por enésima vez, que la Policía está más podrida de lo que recordábamos (sí, por momentos tenemos delirios de olvido y pensamos que las cosas están bien). También nos alerta y nos dice, de nuevo, que todos estamos en peligro.

Mientras tengamos una Policía corrupta, a la que no le importe atentar contra sus ciudadanos, no estaremos protegidos. En cada escándalo, en cada gran asesinato, hay agentes policiales envueltos. Mientras eso sucede, la ley que reformará la Policía Nacional sigue dando vueltas en el Congreso Nacional.

Pero eso no es todo. La desidia de las autoridades policiales, que nunca le han puesto coto a sus oficiales y permiten que suceda de todo en sus filas (tal vez porque les garantiza a ellos mismos favores de esos que no pueden nombrarse), se suma la ceguera del Gobierno, que se concentra en promover los logros del 911 y en afirmar que el patrullaje mixto ha reducido la delincuencia.

Como si eso no fuera suficiente, así como para ponerle la guinda al pastel, el procurador Francisco Domínguez Brito, se acaba de despachar diciendo que Santo Domingo es una de las ciudades más seguras del mundo en cuanto a ocurrencia de muertes por homicidios. ¿Será que no lee los periódicos ni ve las noticias?

¡Así de desprotegidos estamos! Con una Policía que nos mata y un Gobierno que se dedica a la propaganda para tranquilizarnos a todos, vivimos en la cueva del lobo. ¿Lo peor? ¡No podemos hacer nada! ¿Será que tendremos que irnos? Sería terrible.

lunes, 17 de agosto de 2015

Las funerarias y el irrespeto al dolor ajeno

El descansa allá, al fondo, y no se entera de nada. Aunque su partida es dolorosa, es un alivio saber que no sabe lo que está sucediendo: ver las sonoras tertulias que se gestan grupo a grupo, a la gente buscando demostrar que les unía un gran afecto (haciendo extrañas anécdotas que no se pueden comprobar) y, sobre todo, sentir esa poca empatía hacia sus deudos, quienes reciben rápidos abrazos, cálidos mensajes y mucho pero mucho olvido: el dolor por la partida de quien se ha ido dura segundos porque, al cruzar la puerta y encontrar algún camarada, las risas serán sonadas... demasiado sonadas.

Esas risas, por momentos, llegarán al interior de la capilla y serán como dardos para quien intenta sortear el dolor. Pese a ello, aunque es evidente que la desconsideración duele más que la soledad, serán muchos los que lo olvidarán y harán del ambiente algo insoportable.

No sé qué nos ha pasado. Antes ir a una funeraria era sinónimo de recogimiento y respeto. Si algo nos molestaba allí era la impotencia de ver a alguien sufrir sin poder hacer nada, el no saber qué decirle, cómo confortarle, cómo estar, dónde colocarte... era esa sensación terrible de sentir cómo el alma se encogía y debías aguantar, estoicamente, porque era lo que correspondía.

Hoy es distinto. Ir a una funeraria es como irse de coctel (bebiendo café, claro, que tampoco hemos llegado tan lejos): demasiada gente buscando protagonizar la velada: ser el más visto, el que más salude, el que más hable, el que mejores anécdotas haga y, porque hay de todo, tampoco falta el de los mejores chistes.

Puede que la gente olvide que lo que sucede en la antesala se escucha dentro, sobre todo si mantienen las puertas abiertas de par en par, como un símbolo constante de que la educación se ha perdido. Al escuchar el ruido, uno se pregunta: ¿cómo alguien puede reír en un espacio que está lleno de dolor? ¿Cómo, sabiendo que hay tanta gente que sufre, somos tan desconsiderados que no guardamos el recogimiento necesario?

Es difícil entender que haya quienes no reparen en que ese jolgorio sólo empeora el ya difícil momento de los que están intentando no descalabrarse en ese instante: si al dolor le sumas la indignación por el irrespeto que otros sienten hacia lo que estás viviendo, la mezcla es cualquier cosa menos bonita.

La verdad es que a mí nunca me han gustado los funerales. En realidad, los detesto. Ahora, sin embargo, esa "alergia" se ha ido haciendo cada vez mayor: me molesta demasiado ver que la funeraria se ha convertido en un lugar para socializar, hacerse el gracioso, ir de famoso y hasta "afianzar liderazgos". Es duro, demasiado duro, ver que involucionamos. ¿Será que hemos perdido la sensibilidad? Puede que sí, que sean las cosas de la "modernidad"...